CUENTOS

∎ VAN EN ORDEN MÁS O MENOS CRONOLÓGICO - LOS ÚLTIMOS TODAVÍA NO LOS SUBÍ, Y LOS QUE ESTÁN FUERON BASTANTE CORREGIOS. PERO NO SÉ CUÁNDO VOY A APLICAR LAS CORRECCIONES ACÁ.


►UN MILLÓN DE CABEZAS ALREDEDOR

Más que un cuento, es un instante. Está terminado, pero no. Debo cambiar la única línea de diálogo por algo mejor, pero hace una semana que lo pienso y no se me ocurre nada más power. Espero que igual les guste.

La brisa helada les calaba los huesos a pesar de la transpiración, y les convertía los largos cabellos en latigazos caprichosos. O tal vez eran solo las nubes pintadas de plomo que los aplastaban hasta quitarles la respiración.
Eran tres: él y ella, y el bebé.
Y un millón de cuerpos más. Calvos, desnudos, estúpidos, exasperantes de tan lentos, con la vista en la nada y la mirada perdida. Todos iguales. Exactamente iguales, como multiplicados por una máquina de hacer personas, repetidos hasta el infinito más absurdo, hasta alcanzar el horizonte.
Y los rodeaban.
No iban armados. Eran tantos que no lo necesitaban. Se acercaron un paso y el efecto fue espeluznante, maravilloso: una ola de cabezas humanas subiendo y bajando en un movimiento hacia afuera de ese círculo inverosímil, como cuando alguien arroja una piedra al agua estancada de un pantano.
Ahí él giró y miró a la mujer a los ojos. Ella abrigaba al bebé con su brazo, que también cargaba un escudo, y con una escopeta en la otra mano. El bebé gugueaba, aunque serio, consciente del aire pesado, viscoso. El hombre sonrió apenas, o menos aun. No por el triunfo, que sería imposible, sino por ese momento íntimo, de entendimiento. De comunión. Ese momento y ese último beso familiar era lo único que había. Y lo más valioso que pudiera tener alguien.
Arrancó la espada enterrada entre los cráneos que yacían a sus pies y observó la marea humana que se acercaba otro paso demente.
La mujer cargó atrás al bebé y se pusieron espalda con espalda con el hombre, resguardándolo. Él giró con el arma alzada y el ruedo del piloto voló sin llegar a cubrirlos.
—Si no pudieron hasta acá…–gritó por sobre el estruendo de un nuevo paso hacia ellos—. ya no pudieron…
Apretó la empuñadura, se enjugó el sudor de la frente y esgrimió la afilada espada contra el primero de los clones.

Marcelo Ciccone





►SIN TÍTULO (NIÑO-GUERRA)

La calle era un caos irrefrenable. Acababan de sacudirlo dos estallidos furiosos y el ruido de metralla y las balas salpicando cosas y silbándole las orejas no le permitía entrar en shock, pero tampoco pensar.
El niño se le plantó ahí enfrente, sucio de hollín, temblando como un cachorro, puro mocos y lágrimas, desorientado por completo.
—Máaa… Mamáaa…
Y con un muñeco de trapo aferrado contra su pecho.
—¡Matalo! –le gritaron del otro lado. De todas partes llovían escombros, y el zumbido de un cohete le estremeció todo el cuerpo.
Miró alrededor, no había nadie, solo el humo, los llantos, la agonía y la muerte y la devastación, y un aire caliente que se le pegaba a la cara hasta abrasarlo. Levantó el rifle y le apuntó al niño, que seguía ahí.
—Es un chico.
El chasquido metálico en el auricular no logró ser tan impersonal e inflexible como la voz:
—¡Matalo!
El soldado se limpió el sudor del ojo y volvió a apuntar.
—No puedo, Central. ¡No puedo!
Quizá porque no le entendía, el niño se le acercó. El soldado saltó hacia atrás, como si la proximidad lo fuera a quemar.
—¡Te va a hacer mierda! ¡Matalo! ¡Es una orden!
El niño volvió a avanzar, confundido, gimoteando hipos, y el soldado a retroceder. Levantó el arma otra vez. Le temblaba el mentón cuando puso la cabeza de la criatura en el ojo de su rifle.
—No puedo… —se rindió finalmente. Y bajó su arma.
Y entonces le estalló en su cara una explosión de luz y sangre. Por una fracción de segundo vio al chico despedazarse hacia afuera convertido en una burbuja de fuego, y en ese microscópico e infinito segundo se sorprendió de no tener ningún pensamiento profundo ni revelador, de no recordar especialmente nada. Solo el fuego, el horror, y una inconsciencia a negro que fue ganándolo hasta fundirse con todo.


Pudo llegar del auto a las oficinas del Ministerio en una trabajosa media hora. Con muletas, con su esposa María asiéndolo de un lado. Era difícil sostenerlo sin mortificarlo un poco porque había perdido un brazo completo. Las piernas, aunque todavía no las podía usar, al menos las sentía como un rumor ahí abajo, y no estaban tan quemadas como la cabeza y el pecho. No le habían reemplazado el brazo, como los demás. No se volcaban recursos en los soldados sumariados.
Se sentó a la mesa oval donde lo aguardaban una veintena de oficiales de rango y abogados militares y de la empresa. El no había llevado ninguno.
Los miró uno por uno, todos figurones importantes, trajeados desde Italia, pero que lo evitaban simulando tomar notas o leer folios infinitos. No podía culparlos por completo. De su rostro solo se podían ver sus ojos, el resto de la cabeza era una masa negra y desafortunada, con una abolladura arriba, que le daba un aspecto grotesco.
—Soldado John Rico, ¿recibió la orden o no?
—¿Eh?
El puño golpeando en la mesa lo despertó de su ensoñación.
—No soy John. Mi nombre es Juan.
—Se cambió a John para poder entrar al ejército. Será John hasta que esto finalice.
Sintió la mano de su mujer apretarle el brazo. Él giró y deseó que su rostro pudiera reflejar que no importaba.
—Sí, recibí la orden.
—¿Tenía municiones en al menos una de sus armas?
—Sí.
—¿Tenía conocimiento que el enemigo había implantado bombas en civiles, especialmente niños?
—Sí, sí…
El abogado jugueteó con uno de los gemelos de su camisa, girándolo para un lado y otro sin levantar la vista de sus anotaciones.
—¿Tenía conocimiento que corrían riesgo la misión, equipo del ejército, equipo de la empre…?
—Era un chico. Existía la posibilidad de que no tuviera implantado nada.
—Le avisaron por radio que le escaneamos una cicatriz bajo sus ropas.
Uno de los abogados, quizá el más joven, le ofreció una botella de agua mineral. Juan lo miró con resentimiento, no quería nada —absolutamente nada— que tuviera que ver con la guerra.
—¿Van a pagarme las cirugías y el brazo? Es lo único que me interesa saber.


Tomaban la sopa en silencio, como siempre. Últimamente se habían acostumbrado a hablar poco o nada, de la misma manera que se habían acostumbrado a cenar lo que hubiera –o no hubiera— y a vestirse con lo que les iba durando.
Se sentía un inútil, y el culpable de todas las desgracias que sufría su mujer. El poco dinero, el hecho de que ella tuviera que ir a limpiar las casas de gente adinerada, y el hijo que nunca le iba a dar… Era una decisión tomada la de no tener hijos, pero Juan sabía que eso era un eufemismo. No podría dárselo de ninguna manera, ni siquiera si intentaba juntar el dinero que no iba ganar jamás.
—Hoy hablé con la señora.
El caldo le quemó la garganta y el sentimiento no pudo ser más agrio.
—No le digas “señora” –Juan acercó una hogaza de pan—. Bastante con que tenés que ir a limpiarle la mierda de los inodoros a esos hijos de puta.
María dejó que se descargara. Dios, podía vivir con la pobreza a la que los había arrojado el ejército, o conformarse con una vida mutilada. Pero había veces en que simplemente no soportaba ver en lo que se había convertido su esposo.
—Es una buena mujer… y habló con el marido… el Coronel…
—Ni me lo nombres a ese… —Con fastidio, Juan agarró el pan para mojarlo en la sopa. Buscó deshacerlo con la mano sin poder lograrlo.
—Puede sacarte por dos días.
Juan dejó de maniobrar el pan para mirar a su mujer con ojos fríos. Luego volvió sobre la testaruda hogaza.
—No pueden sacarme.
Ella suspiró, más cansada que cansada.
—Es lo que querías. Volver allá al menos una vez, ¿no?
—No pueden sacarme del país. Ni siquiera ese sorete del coronel.
—Estarías de vuelta en dos días…
Juan no lograba partir el pan, o hacerle algo, y la sopa se le iba enfriando.
—Dame –María fue a tomar la hogaza de su mano, Juan casi se la arrancó incluso antes de que ella la tocara.
—¿Ahora tampoco puedo romper un pancito de mierda para meterlo en la sopa?
Miró a los ojos de su mujer y vio y sintió su dolor. Hubiese querido saber disculparse; intentarlo, aunque sea.
—¿Pueden sacarte a vos también? No puedo ir ahí sin vos.


¿Había pasado cuánto? ¿Dos años? ¿Dos siglos? ¿Dos vidas? El pueblito seguía igual de chico, igual de pobre, igual de estratégico. Había soldados de la ONU, ingleses y norteamericanos. Juan los miraba con ojos repentinamente viejos. Eran todos tan chicos… tan estúpidamente chicos… Incluso el policía militar que los acompañaba a todos lados.
El aire fresco le dio en la cara y lo desorientó. El olor a fuego, a pólvora, a napalm persistía allí, como si el viento tuviera vergüenza de limpiarlo.
—Está todo igual…
Juan tenía un nudo en el estómago. Había carpas de campaña, jeeps, helicópteros sobrevolando un cielo obediente, banderas estrelladas aquí y allá, y también bungalows y galpones diseminados como hongos.
Pero las casuchas eran las mismas. Igual que la arcilla de las calles, y las cabras tercas, y cierta capitulación en los ojos de la gente.
—Es ahí –señaló María. Y Juan vaciló con el aire cortado.
—¿Saben…?
Miró a su mujer, que lo sostenía del brazo. El policía militar saludó y bromeó a la pasada con dos compañeros que los cruzaron en un jeep. La distracción del PM les dio un instante de intimidad.
—Te están esperando.
En la casa los recibieron una pareja mayor. Un hombrecito bajo y de postura vencida y una mujer de ojos brillosos, quietos, duros. El policía militar echó un vistazo receloso adentro y miró a la pareja con aprensión. Recién entonces salió.
Se quedaron allí los cuatro. Solos. En silencio. Mirándose. Sin saber mínimamente qué hacer, sin saber siquiera qué los había llevado allí.
Y entonces Juan dio un paso hacia adelante, un paso titánico, y le tomó una mano a la mujer.
—Estaba perdido… y asustado… y solo pedía por usted… Era lo único que quería…
La mujer se convulsionó, se largó a llorar sin consuelo, sin nada, y lo abrazó.
—Lo siento… —dijo Juan, y se sintió estúpido.
—No le disparó… Usted no le disparó… Gracias…
Juan la rodeó con su brazo, sosteniéndola.
—Hijos de puta…. –llorisqueaba ella—. Era un chico… Era mi chiquito…
La tuvo consigo un buen rato, sin mediar palabras, hasta que ella fue con su hombrecito y Juan regresó al resguardo de María. Las lágrimas que él no podía derramar, las llevaba su mujer.
No se quedaron mucho más. Cuando se fueron, la mujer se quedó adentro, respirando todavía agitada.
En la calle, el policía militar se alertó cuando el hombrecito buscó algo entre sus ropas. Sacó una foto opaca y arrugada.
—Quizá ustedes… —se las ofreció.
Juan se escudó con una mano, en un rechazo instintivo. No iba a poder ver de nuevo al niño, no podría.
—Yo la quiero –resolvió María, y la guardó para sí, contra su pecho, para que su marido ni se atreviera a negársela.
Juan dudó. Vio a su mujer angustiada, aunque resuelta, que lo miraba sin desafiarlo pero con firmeza. Suspiró, la tomó de una mano para apoyarse y con un gesto señaló el camino.
Se alejaron en silencio, su mujer sosteniéndolo y acariciándole la cintura, y el policía militar mascando chicle.


Marcelo Ciccone
2 y 3 de Junio de 2011
18 de Junio de 2011
Otros días de Junio de 2011





►IGLESIA

Entró a la iglesia atravesando el detector de metales, una mueca oxidada de tiempos mejores, y lo recibió la luminiscencia cálida y estudiada de la nave principal.
Caminó con el arma en su mano izquierda, oculta dentro del bolsillo de su piloto. Había escombros por todos lados, banquillos rotos, vidrios hechos pedazos y ratas muertas. Y el olor… el olor era peor que en la calle. Porque además de fuego, acá se olía a podrido. Las ratas, seguramente. No había razón para que las ratas fueran a morir a la iglesia, pero allí estaban.
Entonces escuchó las risotadas de los hombres y los sollozos de una mujer.
Avanzó con recelo. Algunos rayos de sol se colaban por los agujeros de los vitres pero no lo tocaban, indiferentes. Se acercó al grupo que estaba en el presbiterio abovedado. Una morocha, sentada sobre la cabina tumbada de un confesionario, picaba algo de una lata, con un cuchillo de caza. Bromeaba con uno de los tipos, que arengaba al otro, a su lado y con los pantalones bajos. La dueña de los sollozos era una rubia a la que estaban sometiendo sobre el altar principal. Se la veía brutalmente golpeada, aferrando algo en un puño, del que sobresalía una riestra de cuentas. Se preguntó si la dejarían con vida cuando terminaran.
El tipo que aun esperaba su turno giró con desconfianza al verlo venir y llevó su mano hacia atrás, buscando un arma. La morocha lo tranquilizó con una seña, estaba sentada por encima de ellos y ya lo había visto.
—¿Querés cogerla? –le ofreció ella.
Él se acercó con aparente tranquilidad y apoyó un pie sobre una banca, para insinuar la culata de una escopeta entre los pliegues del piloto.
—No me gustan las rubias.
La morocha asintió y volvió a comer de la lata hasta dejarla vacía.
Una de las formas más fáciles de matar a un tipo armado es mientras está cogiendo. Distraído, abandonado a sus instintos, de espaldas… No dispone de chances.
—Si tenés algo te la dejamos un rato. No te hacemos nada, en serio.
El hombre miró otra vez alrededor. Un Cristo semi desnudo, crucificado y gigantesco, dominaba todo desde su altura magistral. Miraba hacia abajo con cara de pena, pero algún bombazo o cataclismo, o simples vándalos, lo habían desenganchado de un asa y ahora pendulaba ridículo, a punto de caer; y su cara no parecía de pena o de dolor, parecía de simple miedo de venirse abajo.
El de los pantalones bajos emitió un rugido gutural y grasoso, mientras su compañero festejó el final con aullidos y gestos de mono. La rubia ya no sollozaba, con ojos secos miró al hombre recién llegado, que finalmente respondió:
—No, gracias. Vine a una iglesia buscando algo de paz…
La morocha señaló a la rubia con el cuchillo y sonrió divertida.
—Ella también.
El hombre hizo un gesto que pudo ser sarcástico y volvió a mirar a la víctima. Sus ojos se encontraron por un instante, pero luego ella los cerró cuando los tipos cambiaron y el segundo la penetró como si fuera nada.
Se encogió de hombros y sin sacar nunca las manos del piloto comenzó a deambular por ahí. Sabía por experiencia que en esos lugares podía haber ropa, vino y gavetas con medicamentos. Bajó unas escaleras, revisó cuartos, baños, patios, todo. No encontró nada que valiera gran cosa: otra vez escombros, botellas vacías, un cáliz de oro, más ratas muertas y hojas chamuscadas, quizá de una biblia.
Subió.
El segundo tipo estaba para terminar con la rubia, pisoteando lo que parecía una túnica negra.
—¿Encontraste la paz que buscabas? –se burló la morocha.
El hombre la miró bien por primera vez. Era atractiva. En un contexto diferente hubiera tratado de acercarse a ella de otra manera. Pero el único contexto posible era el que había.
—¿La van a matar?
No había preocupación en la pregunta, solo curiosidad.
—No sé –La morocha levantó la vista—. Turco, ¿qué hacemos?
—¡No me maten! –habló la rubia por primera vez. Su ruego era desesperado.
Pero el Turco estaba en lo mejor, y se enfureció.
—¡La concha de tu madre, Negra! ¿No ves que estoy acabando?
La morocha se rió con ganas. Era divertida, dentro de todo.
—¡Por favor, no me maten! -Nadie le prestaba atención. Entonces la rubia le suplicó al hombre, solo al hombre, mirándolo y moviendo sus labios sin decir palabra: “Por favor”.
—Tengo una caja.
La morocha se sorprendió.
—¿Te arrepentiste? –se le encendieron los ojos—. Dámela y te la cogés.
—No, me la quedo. Para terminar con un cuetazo en el culo prefiero seguir a pajas.
—¡Ey, tenemos códigos, ché! –Sarcástica—. Pero con una caja te la estoy regalando. Dame dos… o agregame un Demerol, o algo…
—Si igual la iban a matar…
Dos cajitas descoloridas viajaron de manos.
—Ojo que es brava, se te va a querer escapar.
—Si jode mucho le corto un pie y listo. Después veo…

Se fueron por el pórtico principal, gritando y gozando por anticipado. El hombre esperó, subió unas escaleras y se asomó por el ventanuco de una de las cúpulas. Solo cuando estuvo seguro que realmente se estuvieran yendo, regresó con la mujer, que ahora, sentada sobre el mismo altar y con el hábito negro entre sus manos, lloraba desconsolada, procurando quitar toda la angustia e impotencia de su cuerpo.
—Gracias… –gimoteó cuando él llegó a su lado.
—¡Qué gracias…! Pagué dos cajas y las voy a hacer rendir…
—Ya lo sé…
—Y lo del pie iba en serio.
—Ya lo sé… –y se recostó sobre el altar—. Pero igual gracias…

—Marcelo Ciccone—





►CUENTA PENDIENTE

¿Cuántas veces soñé con Micaela? Con tenerla, con que sea mía. Tal vez menos de las que maldije, arrepentido, absurdo, herido en mi orgullo o en mi vanidad por no haberle siquiera hablado.
La contemplé tantas veces, recorriéndole con mis ojos cada curva, cada poro de su piel, cada rasgo, mueca y lágrima, de tristeza, de alegría. También cada imperfección, que –claro— era única, lo que la hacía más perfecta.
Pero me inmolé con el peor de los pecados: el silencio. Podría traer aquí razones… miles, cientos de razones, ninguna. Y excusas... todas.
Recuerdo una fiesta, creo que un cumpleaños, ella recibía demasiada atención, como siempre, y no la dejaban un segundo en paz. Fue imposible. Otro día nos encontramos a la salida de una clase, pero yo había tenido no sé qué problema y no estaba de humor para nada, mucho menos para hablarle. Hubo más veces, da lo mismo una que mil. La última fue en el tren, cuando iba con su amiga para Capital, a averiguar unas cosas de la facultad.
No le dije nada en esa oportunidad. Ni después. Luego no la vi nunca más y ya fue tarde. Para siempre tarde. Como otras veces, como otras cosas.
Hasta que reapareció Constanza.
Constanza había sido la mejor amiga de Micaela. También mía, pero no tanto, aunque todos girábamos en los mismos círculos. Era la que le cubría las espaldas con los profesores, con los padres, hasta con sus novios, si Micaela andaba haciendo lo indebido por ahí. Era una buena amiga y creo que siempre supo lo que yo sentía en secreto.
—Funciona. ¡Te juro que funciona! –me dijo esa noche—. Además… ¿qué tenés que perder…? Una moneda de diez centavos…
Constanza me había encontrado de casualidad el lunes a la salida de mi trabajo, cuando ella iba o venía del mercado de pulgas, no lo sé. Me reconoció de inmediato, y yo me sorprendí tanto —porque no la vi venir de ningún lado, como si hubiera aparecido de la nada— que me demoré un segundo en asociar su rostro con su nombre. Nos reímos como chicos por el inesperado encuentro y por un instante fue como volver atrás en el tiempo.
Fuimos a tomar algo y a ponernos al día. Me contó que estaba embarazada, pero que no pensaba vivir con el que iba a ser el padre; aun esperaba al hombre de su vida, como cuando era adolescente. Yo le comenté que no tenía hijos pero sí un divorcio y una ex que me generaban los mismos gastos y problemas. Igual, no nos engañábamos, por más que diéramos vueltas con elegancia e ironía sobre nuestro presente, no había forma de soslayar mi espina clavada con su amiga.
Ella fue noble y sonrió sin condescendencia.
—Se separó –me dijo.
—¿La seguís viendo?
—Una vez por año, a veces menos… Es increíble lo que hace el tiempo con las relaciones…
—Está sola, entonces…
—No.
¡Claro, qué estúpido!
—Tiene dos hijos.
Ah.
—Nunca le dijiste nada, ¿no? –arriesgó.
Me puse rojo. De pronto me sentí desnudo en mis miserias. Iba a desviarle la mirada cuando vi que no hacía falta, sus ojos no me juzgaban.
—¿Qué pensás que hubiera dicho…?
—No sé, fue hace tanto… —Miró hacia un lado y suspiró. No recordaba que de chica tuviera esa gracia; la gente cambia, aunque digan que no. O quizá era porque estaba maquillada, aunque muy sutilmente, y bien arreglada, casi como para la noche—. ¿Querés averiguarlo?

Estábamos en una plazoleta empedrada, embutida entre galpones, edificios bajos y casonas de un millón de habitaciones que habían sido –eran— tortuosos conventillos. Un paredón cubierto de hiedra rubricaba uno de los lados, y una arcada en el medio habría permitido el paso de los carruajes, cien años antes. El tren pasaba por arriba, no sé si antes o después de la estación Gerli. Porque estábamos en algún rincón invisible de Gerli, ni lejos ni cerca de ningún lado.
A medianoche nos arrimamos a la fuente de agua que disimulaba en el centro, esperando que nadie se acerque, que nadie le crea.
Me sentí ridículo e infantil. Constanza me tomó una mano como para darme valor, y con la otra me cerró los párpados.
Y arrojé la moneda de diez centavos.

Cuando abrí los ojos seguía siendo de noche, pero estaba en una fiesta. El cumpleaños de Micaela. Un vértigo me aflojó el estómago y las piernas, y casi me caigo. Me atajó Matías, uno de mis amigos del secundario.
—¿Qué hacés, boludo? –me retó entre risas—. ¿Ya estás en pedo?
Lo miré: era el de antes. Así, adolescente como lo recordaba. Lo mismo los otros. Lo mismo mis manos. Y mi rostro, en el espejo del baño. Me mojé la cara y me rehíce.
Y fui por Micaela.
Ya sabía que no iba a estar sola en toda la noche, así que la aparté con decisión y la saqué al patio de atrás. Estaba tan linda y tan fea a la vez… Y por la misma razón: estaba tan niña.
Respiré profundo, disfrutando el momento, llenándome de aquel aire que me regresaba esa lejanía eterna, siempre mejor, y que inesperadamente estaba viviendo ahí, ahora.
La tomé de los brazos, la miré a los ojos y le dije todo. Lo que había sentido, lo que ella era para mí, lo que me gustaba su risa, su pelo, su andar torpe y casi grotesco, que me hacía reír y me fascinaba a un tiempo. Le dije de su voz, y cómo perduraba en mí día y noche, igual que una música agradable que no quería dejar ir. Le hablé de su sonrisa, que la hacía más hermosa, si tal cosa era posible. Le hablé de su perfume, de su ropa, de sus gustos, de la determinación con que defendía algunas cosas, de la desidia con que abandonaba otras. Le hablé de su pasión, de su optimismo, de sus berrinches de chiquilina y de sus convicciones de mujer.
Y le dije también de mí, de lo que sentía cuando estaba con ella y de lo que sentía cuando ella no estaba. Le dije de mis anhelos, de mis sueños y de mis deseos.
Le dije todo y le dije más.
Pero ella me dijo no.
Tan solo no.
Y se fue.
Y yo me quedé quieto, sorprendido por lo abrupto y lo concreto, por lo indiscutible.
Y porque no me importó. En lo absoluto me importó.
Arropé mis manos en los bolsillos y me dirigí a la salida, liviano, inmaterial, muy por encima de mi versión anterior. Micaela no era tan hermosa como la recordara mi obsesión. En cambio a Matías, que ahora estaba a su lado, me lo acordaba igual; lo mismo al Checho. Y al gordo Recabarren, aunque en ese momento no me parecía tan gordo. Por otro lado, las chicas no estaban tan mal; supongo que, encandilado por Micaela, no les había prestado gran atención. Por ejemplo, Cintia era una linda mocosa; la Colo, a su manera, también. Y Constanza…
Constanza abandonó el grupito de amigas y sin dejar de mirarme a los ojos, se acercó a mí, sonriendo. Estaba rara, diferente a aquella imagen lejana que le guardaba.
—Entonces… ¿hablaste con Micaela? –me preguntó sin más.
La observé de nuevo, y la observé mejor. No le recordaba una mirada tan calma, tan segura, tan de mujer. O sí, pero no de aquellos años.
—Vení, sentate… —me invitó—. Hay algo que quiero que sepas desde hace años y nunca me animé a decirte…


Marcelo Ciccone
26 de Febrero de 2011. — 19:30–20:00 horas
8 de Abril, 22 de abril.








►LA MALDICIÓN DE LOS FANTASMAS

Prólogo

Lo que sigue abajo es el primer cuento, o texto de ficción, que escribí en mi vida. Fue en Agosto de 1978 (se acababa de jugar el mundial acá en Argentina) y yo era un niño que promediaba Sexto Grado.
En esa época mi dibujito animado favorito era Scooby—Doo, y éste y un par de relatos que le siguieron fueron hechos a su imagen y semejanza.
Recuerdo que ya desde el año anterior y especialmente en ése, la maestra nos obligaba a hacer una “redacción” (así le llamaba), a veces con una consigna y otras veces con tema libre. Era un embole. Cada vez que se venía esa tarea era un padecimiento colectivo. Las que más o menos siempre zafaban eran las chicas, evidentemente tenían más facilidad de palabra. Los trogloditas de los varones hacíamos siempre papelones, incluido yo, por supuesto.
Pero recuerdo también que el día que escribí este cuento, el primero, fue como un poco mágico. Había decidido contar una de fantasmas a lo Scooby—Doo, no por estrategia sino asumiendo que esa iba ser la única forma de hacer pasable esa tarea de miércoles. Y sucedió que empecé y la cosa comenzó a tomar forma sola. Lo habitual era que las “redacciones” fueran de media página, y mi erradísimo cálculo era que mi historia iba a tener esa extensión. Recuerdo que al llegar a tres cuarto de página y ver por dónde iba, me di cuenta que me había metido en un buen lío, porque no iba a terminar nunca. También recuerdo —es raro lo que a uno le queda en la cabeza a lo largo de los años— que se me hizo carne la responsabilidad de terminarlo, sabiendo que era (para mis años, experiencia y costumbre) una empresa titánica.
Resultaron cinco y media páginas, en vez de la habitual media página. Para mí era como haber escrito una novela. Bueno, para todos, porque también recuerdo que nos hacían pasar a leer nuestras “redacciones”, y yo ya había mostrado mi texto a mis compañeros y amigos Retaco y Paladino (los protagonistas) y había cierta excitación en el ambiente. Porque el cuento era inusualmente largo, porque era de aventuras, y porque incluía a compañeros de aula. Así que cuando lo leí frente a la clase, fue como un mini evento, y recuerdo que la mayoría disfrutó mucho de este relato que ahora presento.
Hace un mes, Facebook mediante, me reencontré con una parte del “público” de ese día, mis compañeros de primaria. Ya grandes, ya hombres y mujeres, ya otros, pero increíblemente los mismos. Para ellos es este post, esta nota. Espero que la disfruten y que les traiga recuerdos. A mí me los trajo.
La copia es fiel al original manuscrito, solo arreglé los horrores ortográficos, pero no cambié ni una palabra (hasta tenía los guioncitos, jajaj).
¡Ah, y espero comentarios!!!


Los Grandes Misterios de Ricardo Marcelo Pablo Ciccone
1er Misterio: La Maldición de los Fantasmas

—Suerte que tu tío nos invitó a pescar —le dije a Retaco.
—Sí, con esta camioneta podremos llegar dentro de cinco horas sin ningún percance.
¡PAFFF! SSSSS…
—¿Para qué hablaste? Seguro que pinchamos un neumático.
—No tenemos rueda de auxilio, ésta es la tercera vez que reventamos —dije yo—. Caminemos, quizá haya alguna gomería por acá cerca.
Lo hicimos por una calle de tierra, eran las 12 de la noche. Pasamos por un hotel descuidado con ventanas rotas, pastos altos y todos los defectos que podría tener un hospedaje, o más bien, una casa embrujada.
Estábamos pasando la casa de al lado cuando Paladino y nosotros oímos un grito.
—¡Mataron a una mujer! —exclamó Retaco, que se quedó hablando solo, ya que Paladino y yo estábamos en el patio del hotel. Golpeamos, y el señor Martin, dueño del alojamiento, nos dijo con voz tétrica:
—¿Qué desean, niños?
—Queremos un cuarto. ¿Hay? —pregunté.
—No querrán quedarse aquí, ¿no?
—¡Claro! —exclamó Paladino.
—Son los primeros en dos años que se alojan acá.
—¿Los primeros en dos años? ¿Y quién gritó?
—No sé… ¡Y basta de preguntas!
Nosotros no le hicimos caso y seguimos preguntando.
—¿Y por qué no vienen los turistas?
—Todos los habitantes de este valle saben que “la maldición de los fantasmas” está en este hotel. Y cuando un turista le pregunta a un habitante del valle dónde hay un hotel, ellos le dicen lo que pasa con los fantasmas.
—¿Y por qué no se va a otro lado?
—¡No, no quiero vender ni mis tierras ni mi hotel! Este es su cuarto, adiós.
Al rato nos acostamos y nos dormimos. Luego de cinco horas de pesadillas oímos un grito. Era un asesinato, sin dudas. No terminamos de pensar en eso cuando se abrió la puerta y un hombre, con un puñal en el pecho, apareció moribundo y cayó.
Nosotros, al ver esto, nos desmayamos enseguidita. Luego de 45 minutos nos despertamos y no vimos casi nada. Solo sangre, un puñal y huellas de barro.
—Son tres pistas muy importantes —dijo Retaco—. Tenemos que seguir buscando pistas. Ustedes vayan por el otro pasillo, yo seguiré el rastro.
—Las huellas terminan en esta pared.
—Quizá haya un túnel secreto, estoy seguro.
Mientras…
—Volvamos, por aquí no encontramos nada.
—Mirá, huellas. Sigámoslas.
—¡Un fantasma!
Salimos del pasillo y nos encontramos con una puerta, entramos y nos encontramos con tres cadáveres. Salimos inmediatamente por la puerta opuesta a la que entramos.
—Ya perdimos al fantasma, volvamos con Retaco —dijo Paladino.
Caminamos cinco minutos y nos encontramos con Retaco, le contamos lo sucedido y él hizo lo mismo.
¡TUUU…! ¡TUUU…!
—¡Un micro! —grité. Y unas decenas de chicos entraron en el hotel
Ya instalados, recorrieron los alrededores del lugar. Éste último era pantanoso.
Por la noche, al acostarnos, sentimos ruidos extraños, abrimos la puerta y un fantasma apareció. Nos empezó a correr. Llegamos al subsuelo, encontramos unas cuantas cosas, le llevábamos una gran delantera, hasta lo perdimos.
—¡Miren todo esto! —exclamó Retaco.
Con una armadura, un arco, una bala de cañón y un fuelle, además de unos trastos, Ciccone preparó una trampa. Lo colocaron todo junto a la chimenea.
Ciccone dijo a Retaco:
—Tienes que traer al fantasma aquí para que caiga en la trampa.
—Está bien, iré yo.
Durante tres horas buscó al fantasma sin éxito. Cuando entró al sótano notó que todo estaba revuelto, y sus amigos no estaban. Caminó hacia la habitación de Martin, escuchó que estaba hablando de negocios importantes, como por ejemplo la venta del hotel. Se quedó escuchando y luego entró.
Era el señor Mc Cuin que tenía una cadena de hoteles en “la Gran Ciudad”.
—Hola, señor —dijo Retaco—. No tengo el gusto de conocerlo.
—Soy el señor Mc Cuin. ¿Y tú?
—Me llamo Retaco y estoy buscando a dos chicos que vinieron conmigo.
—¿Y dónde están?
—No sé y estoy tratando de encontrarlos. Adiós.
Ya eran las 12 de la noche. Retaco entró a su habitación y notó que la pintura de una señora lo miraba. La arrancó, y dos fantasmas color verde fosforescente aparecieron. Lo corrieron hasta la salida del hotel, de ahí corrió solo hacia los pantanos.
Nos encontró atados de arriba a abajo y nos liberó. Paladino fue a buscar la carpa que estaba dentro del hotel, y regresó con ella, pero nosotros no advertimos que cerca de ahí había cinco niños muertos, con puñales clavados y flechas. Ya era de noche y nos acostamos. A la mañana siguiente fuimos a hablarle al comisario de aquel lugar. Fue en vano, el mismo se había ido a “la Gran Ciudad”.
—Tenemos que averiguar el misterio —dije—. Sabemos que el fantasma está acá.
—¡Miren, huellas! ¡Van hacia el norte! —dijo Retaco, y sin perder tiempo las siguieron. Encontramos una cueva como a dos kilómetros del hotel, entramos obligatoriamente pues un fantasma nos seguía. Atrapó al último niño, o sea, Paladino. Nosotros no nos hubiésemos dado cuenta si no gritara como un desesperado. Retaco y yo nos tiramos contra el fantasma y lo arrojaron hacia las ciénagas, cayó en la orilla y amenazamos con tirarlo a las arenas movedizas.
Era uno de los socios y sobrino del señor Mc Cuin, éste último iba a repartir las tierras a sus dos familiares, él se conformaba con el viejo hotel para luego reformarlo y ponerlo lujoso.
El comisario regresó de la ciudad y se fue a los pantanos, nos encontró de casualidad y nos dijo:
—¡Hola! ¿Qué hacían por aquí?
—Este hombre es el fantasma asesino.
—Así que este muchacho era el fantasma que un día casi mata a mis hijos.
—Vayamos al hotel y se resolverá el misterio —dijo Paladino.
Al entrar encontraron siete chicos muertos y su maestra, y un cadáver de fantasma. Era otro de los sobrinos del señor Mc Cuin. Su hermano rompió a llorar. Oímos gritos y ruidos, subimos tres pisos y un fantasma estaba por matar a Martin. El comisario le disparó con una carabina de dos caños calibre 45 y lo mató.
Luego de tres horas llegaron los bomberos, la policía y varias ambulancias.
Al rato, en la comisaría, el comisario nos entregó la recompensa y exclamó:
—Lo que yo no entiendo es para qué asustaban y asesinaban a la gente que se alojaba allí…
—Los asesinos querían comprar el hotel y sus campos, pero como el señor Martin, dueño de ambas cosas, no quería vender, Mc Cuin y sus sobrinos se disfrazaban de fantasmas asesinos y mataban a todo aquel que descubría el secreto de los fantasmas.
—¿Y las huellas que terminaban en una pared?
—En el piso de arriba tenían una soga y un gancho, con eso pudieron subir al fantasma.
Al otro día, en la casa del tío de Retaco le contamos lo que nos pasó en nuestra hazaña. Naturalmente no nos creyó. Luego de una semana regresamos a nuestros hogares, contamos la aventura y esta vez sí nos creyeron. Con la recompensa nos compramos un equipo de comunicadores y una computadora. Desde ese día nos decidimos a investigar más casos.

Marcelo Ciccone
Agosto de 1978





►ES MENTIRA QUE SOS ESA

Un millón de miradas te atraviesan noche y día. Te desnudan, te humillan, te someten. Y te cambian. Es cínico especular si para bien o para mal. Porque te cambian.
Y mortifican tu esencia.
Una vida entera para no ser lo que sos. Unos meses para dudar de todo. Unas horas para darte cuenta… Y un minuto para tomar la decisión. Un minuto eterno que no viene nunca, no llega. Que no vas a buscar.
Es el momento en el que tenés que apretar los dientes y el estómago, ignorar esas rodillas que se hacen agua, tomar carrera y saltar al vacío como si te fuera la vida en ello.
Porque te va.
Y a pesar de ese escepticismo lacónico, alguien va a estar esperándote ahí abajo. Alguien que va a recibir los pedazos -no es tan duro hacerse pedazos con alguien ahí- y te ayudará a rearmarte.
Ahí estaré.

Marce
26 y 27 de Mayo de 2011.





►COMO QUIERAS

Se refregó los ojos y espió el reloj de la mesita de luz. Las 4. Sintió la nalga calentita contra su pierna y se reconfortó. No recordaba el nombre de la chica que dormía junto a él pero le gustaba por todos lados. El cuerpo, la voz, las charlas, su sentido del humor, el sexo. Todo había sido tan inusualmente bueno… como si se conocieran de siempre.
Pero debía ser frío, era joven y no quería compromisos. El mar estaba lleno de peces, le indicaba su sabia abuela, y él tenía una caña como para darle a todas. Lo de la caña era una guarangada de su abuelo.
Las 4 era el mejor horario para rajarse, eso ya lo tenía estudiado. Si se pasaba, corría el riesgo de amanecer ahí, y eso implicaba desayuno, charla mañanera, quizá ducha compartida, mimos de cortesía, salir juntos al trabajo… Era lo que menos necesitaba en su vida.
Además, si él se iba ahora, ella no podría decir nada. Primera cita, primera encamada, nada que reclamarle. Y si se ponía melindrosa o muy pesada, como todas, nunca más. Sería una lástima, pero él tenía reglas y, por otra parte, el río está lleno de peces… ¿o era el mar?
Le metió una mano en la cola y la zarandeó suavemente desde allí.
—Bonita… Bonita… —Bonita abrió un ojo detrás de su maraña de cabellos—. Son las 4.
—¿Las 4? -La enmarañada comenzó a despertar a la realidad—. Uhhh… Me quedé re dormida…
—Sí, me pareció, ¡jajaj! —había que imprimirle buena onda.
—Esperá que me pongo algo y bajo a abrirte…
—¿Eh?
—Que me visto y te abro… Así por lo menos dormís unas horas…
—Ah, claro… —La morocha se calzó el pantalón pijama y descolgó un saco de lana—. Igual, mañana es sábado… Como que no hay que levantarse taaan temprano, ¿no?
—Bueno, pero en tu cama vas a estar más cómodo…
—Sí, eso sí… Bha, más o menos… Mi cama es una cucheta de media plaza… no como este somier enorme, de resortes flotantes, calientito…
La morocha se encogió de hombros.
—Como quieras —Se quitó el saco y el pantalón y volvió a meterse a la cama. Él también se acostó, pero mirando hacia afuera. Tenía los ojos como dos huevos cuando se escuchó decir:
—Además, así mañana nos levantamos juntos y desayunamos…
Ella lo abrazó de la cintura y se acomodó para dormirse en cucharita. Lo apretó fuerte y sonrió para sí.
—Como vos quieras.

Marce. ^^
25 de Mayo de 2011





►DOÑA KIKA

Arrojó un bolso al piso y el otro sobre la cama. Abrió éste último y el solo esfuerzo de sacar todo para acomodarlo en su nueva casa la desalentó. Lo haría después, ahora necesitaba tirarse a descansar un rato.
Sonó el teléfono justo en ese umbral irritante que antecede el sueño.
—Hola, mi amor.
—Ah, sos vos.
—¿Y quién va a ser? ¿A quién más le diste este teléfono?
—¿Qué querés, Martín?
—Quiero que vuelvas. Te extraño.
—¿Ya maduraste, tan rápido? Porque hasta el domingo eras un pelotudón de 30 años.
—Dale, no seas guacha.
—Voy a estar acá unos cuantos días. Usá ese tiempo para pensar qué miércoles querés de la vida.
—Sos melodramática, ¿eh, Sofi? No dije que no te creía. Dije que por ahí exageraste, o entendiste mal. Eras muy chiquita cuando te pasó eso con tu tío.
—Mirá, Martín, soy pendeja pero no boluda, y sé lo que es un abuso. Llamame cuando crezcas.
Se hizo un silencio breve, el que se da a veces cuando se asume que el otro va a cortar.
—Me compré el Mini.
—¿Qué?
—Que me compré el Mini–Cooper. El blanco, ¿te acordás?
—Sos un pelotudo, Martín.
Cortó y dejó el teléfono descolgado. Y se echó a llorar.


El caserón era antiguo, enorme, lleno de habitaciones. De los de antes. Lo habían construido en las afueras, pero el tiempo había acercado el pueblo hasta hacerlo parte de él. La dueña lo había dividido en tres, con baños, entrada individual y otras comodidades, para alquilarlo y obtener un dinero extra.
Sofía recorrió los ambientes que le tocaron mientras desempacaba. Había madera lustrada por todos lados, lo que le encantaba, aunque el baño era una mezcla desagradable de casa vieja y grifería moderna. La sala principal era despojada, excepto por una enorme fotografía de época que dominaba todo.
Enmarcada como un cuadro, era una imagen familiar a la antigua, con un hombre engominado y de bigote frondoso, erguido como una vara, una mujer avejentada y elegante, y dos hijas adolescentes y hermosas; una de cabello oscuro y mirada pícara, y su antítesis: una rubiecita angelical de gesto perdido.
Sofía se acercó para verla mejor y de inmediato la invadió cierta aprensión, como si una sombra renuente la acariciara.


A la noche pasó la dueña del caserón, trayendo una fuente con asado al horno hecho por ella.
—Hola, mi amor. ¿Ya te instalaste?
—Estoy en eso, doña Kika.
—Te traje algo de comer. Me imagino que no habrás tenido tiempo de hacer las compras.
—Gracias. Sí, la verdad que no salí ni al kiosco.
—¿Sabés cocinar? Te veo tan chiquita… ¿Qué edad tenés, si se puede preguntar?
—20. Y sí, sé cocinar bastante bien.
Sofía sonrió. Se sintió mimada como cuando se quedaba a dormir en la casa de su abuela.
Entonces doña Kika vio el cuadro enorme y suntuoso arrumbado contra la pared, cerca de la puerta.
—Lo descolgaste… –descubrió. —¿No te gustaba? –Sofía la miró, sin respuesta en su rostro. Doña Kika rió. —Perdoname, son cosas de vieja. Es que esta foto siempre me agradó y… como que me encariñé con ella.
— No sé… Es un poco… ¿Quiénes eran?
Hubo un parpadear dubitativo en doña Kika, que caviló buscando las palabras.
—Vivieron acá, en esta misma casa. Él era tan amoroso… ¡Y ella, toda una señora!
Aunque notó cierta admiración en la voz, a Sofía se le antojó que la respuesta fue de compromiso y decidió dejar el tema. Ya tenía problemas suficientes con los propios.
—¿Quiere que la vuelva a colgar? Sigue siendo su casa y yo voy a estar solamente unas semanas…
—No, m’hija, no te preocupes… Ahora ésta es tu casa.
Doña Kika miró el cuadro, suspiró y luego se dirigió a Sofía.
—Se parece a vos, ¿no?
—¿Quién?
—Daniela. La rubiecita. –Doña Kika señaló la foto y se quedó un instante como esperando una respuesta, e inmediatamente se sacudió a la realidad. —Bueno, te dejo. Mañana me la llevo, ¿eh?
—Como quiera, doña Kika. Si no, no importa.


Cerró el agua casi en un lamento. Hacía meses que no se daba una ducha tan larga. Se secó, se cepilló un poco el cabello antes de que se le volviera intratable y fue al cajón donde había dejado la ropa interior.
Tomó el primero que vio, un conjunto de algodón blanco destinado a uso diario. Al levantarlo vio debajo otro. Uno negro de seda que se sabía sexy y permanecía sin estrenar.
“Pelotudo…”, pensó y, en un acceso de revancha, se lo puso. Se miró al espejo y se gustó, pero la victoria fue tan efímera como lo que tardó en llegar a la cama para dormir sola.


Se revolvió entre las sábanas, agitada y angustiada. Su corazón le saltaba dentro del pecho mientras trataba de quitarse las manos de encima. Era difícil. Era imposible. La estaban manoseando, la querían inmovilizar. Y aunque se resistía, sentía que no tenía fuerzas suficientes, o peor: que teniéndolas, era inútil, como querer trepar dentro del agua. Le abrieron las piernas, la impotencia ante esas manos que le violaban todo era sofocante. Quiso gritar pero le taparon la boca, o no la pudo abrir, y cuando le tironearon con fuerza la bombacha de seda, se despertó sobresaltada.


En el almacén, al otro día, compró lo que iba a necesitar para toda la semana.
—¿Vos sos la que se mudó a la casa de los Gainza?
—No, estoy en lo de doña Kika.
—Sí, la casa de la masacre de los Gainza.
—¿Ma… sacre…?
—¿No te contaron? Hace no sé cuántos años unos presos del penal de Don Torcuato se escondieron en esa casa y violaron a la hija del doctor Gainza y a la esposa, y las mataron. Y creo que después la policía mató a los asesinos.
Sofía no se dio cuenta que le estaban ofreciendo el vuelto desde hacía un minuto. Lo tomó, despabilándose con un escalofrío.


A la tarde fue a recorrer el pueblito. Si iba a estar allí unas semanas tendría que encontrar qué hacer.
No lo encontró.


Cuando regresó a la casa vio otra vez el cuadro con la enorme fotografía familiar colgado en la pared de su sala, como si nunca lo hubiera sacado de allí. No se sorprendió, pero la alcanzó una sensación de desaliento que la vació de fuerzas para quitarlo.
Antes de cenar fue a lo de doña Kika, al otro lado del caserón. La anciana la recibió con alegría desmedida. La abrazó con fuerza y la retuvo entre sus brazos. Parecía que en ese pueblo la gente se aburría mucho.
Olía bien allí, aunque se percibía por debajo un aroma grasoso. La vieja había encendido por todos lados unos inciensos para tapar el olor a comida.
—Pasá, mi amor, pasá. No sabés lo que me alegra que vengas a visitarme.
—Le traje la fuente que me dejó ayer.
—Gracias, querida. ¿Querés quedarte a comer?
—No, doña Kika, le agradezco. –Hizo una pausa y la miró con curiosidad por primera vez. Debajo de las ropas añosas y las canas y arrugas, Sofía adivinó que aquella vieja habría sido una mujer hermosa. —Doña Kika, ¿usted volvió a colocar el cuadro con la foto en la pared?
Doña Kika empalideció.
—Ay, perdoname, mi amor, ¿te molesta? Como ayer me dijiste que te daba lo mismo pensé que…
—No, está bien, no me molesta.
—Disculpame, querida, disculpame. Vamos a tu casa ya mismo y…
—Le digo que está bien. Solo me dio curiosidad saber cuándo lo hizo. Yo no estuve en toda la tarde y…
—Lo puse cuando llamó tu novio.
—¿Mi novio…? ¿Habló con mi novio…?
—El teléfono no paraba de sonar y fui por si te habías desmayado o algo. Pero no te preocupes, ya le dije que te dejara en paz, que anoche habías estado con alguien. Ese tonto no te va a molestar más, mi amor…
Sofía se quedó sin palabras, impedida de contestar. Quiso imaginar que en un tiempo la anécdota sería graciosa, y que Martín creyera que había estado con alguien tal vez haría que él la viera de otra manera.
—Doña Kika, ¿es cierto que en esta casa hubo una masacre?
—Uh… hace como 50 años… La de los Gainza… Vos ya los conocés…
—No, no los conozco…
—La foto, mi amor.
Sofía hizo una mueca de fastidio: debió haberse dado cuenta.
—Me dijeron que unos presos violaron y mataron a su esposa y la hija.
—Sí, así dicen. Bah, a su mujer. Porque esposa nunca fue. En esa época no era como ahora que te casás veinte veces. En esa época no había divorcio y la gente casada solo se podía juntar… –Doña Kika suspiró y guardó unos segundos de silencio. En seguida retomó con más energía. —Pero eran una familia hecha y derecha, ¿eh? Algunas familias de sangre no se respetan, o no se quieren. Acá se juntaron la mujer y su hija con el doctor y su hija, y formaron la familia más feliz de todo el pueblo.


Antes de acostarse a dormir, Sofía tomó un generoso vaso de licor y encaró la fotografía con más ánimo. No le gustaba. Ni la foto, ni el doctor Gainza, ni la sometida mujer ni las dos siamesas mal unidas que tenían por hijas. Observó otra vez a la rubiecita, buscando ese parecido con ella, y notó que su primera impresión había sido equivocada. La rubiecita, Daniela, no cargaba una expresión perdida, sino una mirada de resentimiento entristecido que ella conocía bien. Demasiado bien.
Sintió el alcohol en su mente, descolgó el cuadro y lo apoyó contra la pared, dado vuelta.
—Toda esa felicidad no puede ser tan buena…


La segunda noche fue peor que la primera. No se trató de una pesadilla que olvidó al despertar. Abrió los ojos de un salto, en un grito, transpirada por completo, empapada como si hubiera salido del agua. Se asustó cuando se vio los moretones en los brazos y muslos, moretones reales, y sintió terror, liso y llano, terror ante lo desconocido, cuando descubrió que la bombacha de algodón que tenía puesta estaba rota, como rasgada por alguien muy fuerte.


Entró a la Biblioteca Municipal con lentes oscuros y la cabeza partida en dos. Fue sencillo averiguar la fecha de la masacre, el pueblo entero lo sabía, y los diarios habían cubierto la noticia profusamente: Tres convictos prófugos entraron de noche en la propiedad del doctor Gainza y habían violado y matado a la mujer y a una de las hijas. Luego fueron ultimados por la policía, cuando ésta llegó para hacerse cargo de la situación. Eran tres presos condenados por fraude y estafas que hacían sus primeras salidas ambulatorias bajo palabra, para volver a prisión al término del fin de semana. No tenían antecedentes violentos.
Tomó nota de todos los nombres implicados y pidió allí mismo una guía telefónica. Los primeros seis estaban muertos o se habían ido del pueblo. Tuvo suerte con el séptimo.


—Señor Ortigoza, usted estuvo en la masacre de los Gainza, ¿no?
Ortigoza había sido uno de los oficiales más jóvenes de aquella noche, ahora estaba muriéndose en un especie de geriátrico para viejos sin familia.
—¿Por qué pregunta? ¿Es periodista? No me gustan los periodistas…
—No soy periodista. Estoy viviendo en la casa de los Gainza y creo que están pasando cosas bastante… raras…
Charlaban en la habitación de él. Una enfermera entró, dejó un vaso de agua con dos comprimidos para el viejo y los volvió a dejar solos.
—¿Qué pasó esa noche? ¿Cuántos fueron los reos que violaron a la mujer y a la…?
—Que yo sepa, ninguno.
—¿Cómo que ninguno…?
—Los que estuvimos allí no tuvimos manera de saber bien qué pasó…
—Pero los diarios…
—Los diarios nunca dicen la verdad, señorita. Mire, yo era muy joven en aquella época… Era el novato, ¿entiende…? pero me daba cuenta de las cosas. Nosotros entramos después de los disparos, no antes. Y cuando lo hicimos, ya estaban todos muertos.
—¿Dice que el doctor mató a los tres violadores?
—Sólo digo que el doctor Gainza no era el mejor ejemplo de un hombre pacífico... –Como cualquiera en el pueblo, Ortigoza simulaba no querer hablar pero disfrutaba ese instante de protagonismo prestado. —En esa época no se denunciaban ciertas cosas… no sé si me entiende…
—No, no le entiendo. Deje de hacerse el misterioso, por favor.
—Pregúntele a la hija, ella sabe.
—La hija está muerta.
—No, señorita. La que murió fue su hijastra… La que se parecía a usted. –Sofía se estremeció. —La verdadera hija, la que siempre estuvo medio loca, sigue viva, y tengo entendido que en la misma casa de la masacre.


Cuando Sofía llegó a su casa, doña Kika estaba adentro, colgando nuevamente la fotografía.
—Doña Kika, ¿por qué… no me dijo que usted era la hija del doctor Gainza?
—Ay, mi amor… sos tan igual a ella… Además de los mismos ojos y el mismo cabello… sos igual de ingenua, igual de olvidadiza…
Sofía miró de soslayo la imagen nuevamente en la pared, que parecía la iba a aplastar indefectiblemente.
—Me gustaría que fuéramos amigas, Danielita. Como antes… como siempre, ¿te acordás…? Como cuando íbamos a hacer las compras juntas, o cuando hablábamos de chicos… o nos guardábamos secretos…
—¡Doña Kika, soy Sofía!
—Yo voy a guardar tu secreto… el tuyo y el de papá… y vos vas a guardar los míos…
Doña Kika se le acercó con expresión brillosa, de felicidad plena y enferma. Sofía retrocedió, sin quitarle los ojos de encima; se sintió desamparada.
—Pero tenés que prometerme no incitar más a papá… Papá no es malo… pero es hombre…
—¡Doña Kika!! –Sofía había ido retrocediendo hasta su habitación.
—Porque si lo seguís provocando voy a tener que cortar con vos y con mamá… Cortar por lo sano, ¿entendés…? Como cuando tuve que callarlas aquella noche…
Sofía siguió retrocediendo y trastabilló con algo y cayó de espaldas en su cama, que había dejado deshecha. Doña Kika avanzó con la misma sonrisa de amabilidad crónica.
—Total, papá va a entender… Papá va a protegerme, Danielita…

Marcelo Ciccone.
6 y 7 de Febrero de 2011. 1 de Marzo, 22 de Marzo de 2011.





►RE JUGADOS

El Hocico apareció una noche de lluvia y luces de policía. Entró a la casa por atrás, empapado, agitado por la huida. Al Aldo no le gustó, pero además de cornudo era cagón, así que cuando le vio la facha y el fierro en la mano ya estaba amansado.
—Cierren todo –ordenó el Hocico. —Si cae un fiche la caretean o los surto con ésta.
Iba a amenazarlos más, quizá pegarles, pero se dio cuenta que el Aldo era demasiado cobarde y que la Sandra… Bueno, se notaba que a la verduga le gustaban las armas.
Ella le sonrió cuando se levantó hasta la heladera a agarrar el vino y la soda. No estaba tan mal el Hocico, pensó; la foto en el noticiero no le hacía justicia.
—Íbamos a comer –lo invitó. Puso tres vasos sobre la mesa y fue a remover el guiso de lentejas, dándole la espalda para que viera lo que tenía a su disposición. Andaba de remera vieja, agujereada, con la bombacha medio metida en el culo.

Comieron en silencio. Absoluto silencio. El raspar de las cucharas contra el plato a veces se interrumpía por alguna sirena o corridas afuera. El Hocico se levantaba a cada rato con el chumbo en la mano para asomarse por una hendija de la ventana.
El guiso estaba salado, así que le dieron al vino y soda sin parar, y cuando se terminó la soda, solo al vino. El Aldo no; ni comió. Se ve que todo este asunto le había enmudecido el hambre. La cosa es que con el tinto, el Hocico bajó la guardia y empezó a mirar a la Sandra de otra manera. Bah, de la única manera que un tipo mira a una mina.
Supongo que el Aldo se la vio venir, o de boludo nomás, cuestión que en medio del tiroteo de ojeadas, dijo:
—El fondo nuestro comunica con el fondo de una casa al otro lado de la manzana.
Se hizo un silencio cortado. El Hocico estaba medio tomado y le habían interrumpido el levante.
—Callate, pelotudo. ¡Acá no se mueve nadie hasta que se vaya toda la yuta de la cuadra! –Le pegó un culatazo en la cabeza, que no le dio de lleno por el alcohol que tenía encima. Giró, miró a la Sandra, sonriendo: —Va a ser una noche movida…
La estuvo cogiendo como un preso durante hora y pico, con el marido atado en el baño. Mientras lo amarraba, ella le decía que no hacía falta, que era tan cagón que con mirarlo feo ya arrugaba. El Aldo tuvo que masticar la bronca en silencio, ya tenía la boca amordazada.
Perol Hocico no solo se la cogió. La maltrató, la usó, la sometió, la trató como a una puta. Antes de la media hora, la Sandra ya estaba enamorada.
Al final de la encamada ella le dijo, calladita:
—Hay veinte lucas en la casa…
—¿Qué?
—Mi marido… Vendió un terreno en Florencio Varela y escondió la guita acá… pero no sé dónde.
Entonces el Aldo se asomó por la puerta del baño, arrastrándose hecho un matambre atado, igual que una oruga.
—¿Veinte lucas…? –preguntó el Hocico.
—Agarramos la guita y nos rajamos a Corrientes. Yo tengo amigas ahí.
—¡Qué Corrientes ni qué carajo!
—¡O a donde quieras! ¡Nos vamos a donde vos quieras!
El Hocico parecía deshacerse en preguntas, la cabeza como hirviéndole. Veinte lucas no estaban mal, aunque tampoco era tanto, y la noche lo tenía re jugado. Se levantó, agarró la pistola de la mesita de luz y fue hasta el Aldo, con la Sandra detrás. El hombre oruga se desesperó en su mordaza.
—¿Es cierto lo de las veinte lucas, gil?
El Aldo solo mugía y se retorcía enzunchado. El Hocico le quitó el bozal.
—¡Yegua hija de puta, estás loca!
Por boludo se ganó una patada en el estómago como para partirlo en dos.
—¡Hablá, no bardiés, la concha de tu madre!
Pero el Aldo se empacó.
—¿Te vas con él, puta? ¿De verdad te vas con él?
La Sandra no dijo nada, solo agarró al Hocico de un brazo. Con esa plata y un macho así tenía asegurada la felicidad.
Le pusieron el caño en la cabeza.
—Dejá de hacerte el forro o te gatillo, ¿eh? ¡Te gatillo!
—¡No lo matés! –La Sandra se asustó. —Conque le pegues un poco larga todo…
—¡Cerrá el culo, puta! –gritó el Hocico, y le dio un bife con el revés de la mano que la devolvió a la cama.
—La guita, amigo… –Le hizo algo a la pistola que le sacó un chasquido, igual que en las películas.
El Aldo cerró fuerte los ojos, como si con eso se hiciera inmune a un balazo. Quizá estaba rezando por un milagro, porque al toque se escuchó más movimiento afuera. Las luces se agitaron frenéticas, histeriquearon las sirenas y los patrulleros salieron de raje. En dos minutos quedó solamente un auto con dos polis, en una esquina.
—Se fueron –anunció el Hocico, espiando por la hendija de la ventana. —Habrán visto a alguien corriendo por acá cerca…
Dejó de pensar en la guita. Dejó de pensar en la Sandra. Revisó la puerta, la otra ventana, el fondo. Se quedó en silencio por unos minutos angustiantes, comprobando que no hubiera más nada dando vueltas por ahí.
Y se fue. Se fue por el fondo, hacia la casa de atrás.

La Sandra desató al Aldo, lo ayudó a reponerse un poco y le ofreció un vaso de vino.
Agarró el cartón, claro. Sentado a la mesa, en silencio, tomando de a sorbos, el Aldo miraba el piso como un zombi.
—Al final no comiste nada –le dijo su mujer. —¿Querés algo?
—Y, sí… Calentá un poco de guiso…


Marcelo Ciccone





►EL MEJOR ESCRITOR DEL MUNDO

—Vas a ser el mejor escritor de todos los tiempos –profetizó la rubia de labios gruesos, pechos y caderas generosas y cintura de avispa.
—Pues ahora mismo soy el mayor borracho de todos los tiempos. —declaré, y apoyé el vaso ya vacío sobre la barra del bar.
La rubia me sonrió y se acercó un paso. Los otros parroquianos contenían el aliento y yo tan solo rogaba no despertar nunca de ese sueño de verla.
—Lo único que necesitás es hacerme el amor…
—¿Eso no más? –La rubia estaba loca y apostaba mi alma a que me clavaría un cuchillo en cuanto la hiciera mía. ¡Pero carajo, valía la pena!
—No que me cojas, ¿entendés? Que me hagas el amor.
Resultó la noche más sencilla y plena de mi vida.
Cuando abrí los ojos, en la mañana, la rubia ya se había ido. Fue apoyar un pie en el suelo, al bajar de la cama, y a mi mente llegó una idea imposible, abominable, genial. Era tan pero tan buena que no había forma de que se me hubiera ocurrido a mí. De seguro la habría leído en algún lado.
Pero la idea no estaba en mi biblioteca y tampoco en internet. Así que me resigné a que fuera mía y comencé a escribirla antes de perderla en mi cabeza.
Hacia la noche tenía unos cuantos capítulos de una novela que —me di cuenta— podía hacer historia. Al día siguiente, también a la mañana, me llegó de la nada otra idea formidable. Mucho mejor que la anterior. Abandoné la primera sin dudarlo y comencé a bocetar la segunda porque, aunque genial, la primera era una bagatela en comparación con la nueva.
Pasada la media tarde me vino otra, también mejor que la anterior. Y a la madrugada otra más. Eran como bofetadas intestinas que sacudían mi interior. Pero el problema era que no llegaba a desarrollar ninguna, porque enseguida venía otra, invariablemente superior, más tentadora.
Al tercer día comencé a usar un grabador. Era la única forma de seguir de cerca el ritmo de mi mente, que producía cosas nuevas cada vez más rápido. Me armé entonces una dinámica para manejar este flujo incontenible. Solo grababa la idea principal, sin desarrollarla, mientras avanzaba en escribir una de las primeras, sin predisponerme a abandonarla por otra nueva y mejor.
Al final de la semana había terminado una novela maravillosa, que prácticamente se había escrito sola. Era como si una voz, o una presencia, estuviera detrás mío impulsando cada tecla que gatillaba en la máquina. Mi agente la vendió en menos de 24 horas.
Pero estaba muerto. Exhausto. Casi no había dormido en todo ese tiempo, y no por escribir, sino por las inoportunas ideas que venían a mi cabeza en cualquier momento. Una semana más tarde, terminando el segundo libro, mi cuerpo acusó el esfuerzo y me desmayé.
Desperté en la cama de una clínica, rodeado de cables y de rostros conocidos, aunque ninguno querido. Mi editor estaba allí.
—Queriiido, —me recibió. —tenés un estrés galopante… Y no es para menos, anoche me leí tu último trabajo de un tirón, no pude dejarla hasta el final. Y el final… ¡Mi Dios! Apenas terminemos con todo el marketing y las presentaciones te ordeno que descanses.
Entonces ingresó la enfermera. Muy sexy, por cierto. El delantal era demasiado escotado y corto para el protocolo de una clínica. Para cualquier protocolo, en realidad. Era rubia y… Era la rubia.
—Lo siento –anunció ella. –Terminó el horario de visitas.
Cuando los rostros conocidos se fueron, quedamos solos.
—¿Qué...? ¿Quién sos?
—Laura, tu enfermera.
—¿Qué me hiciste?
—Creo que es obvio. Te obsequié las mejores ideas que se le puedan ocurrir a cualquier persona en este mundo.
—¡Pero me voy a volver loco! ¡No tengo forma de escribir todo lo que me llega!
—Podés devolvérmelo cuando quieras.
—¡No! —me espanté.
Ella tomó una jeringa, la midió a contra luz y la apretó un poco hasta que salió algo de líquido.
—¿Qué es esa cosa? ¿Qué me vas a meter?
—Dejá de quejarte. Soy tu enfermera, ¿no? –y mientras me inyectó y me vencía el sueño, me besó en la frente y me dijo: —Deberías probar en el cine… Toma menos tiempo y pagan muy bien.
Resultó verdad. Escribir guiones no me llevaba nada. Terminé sacando casi dos películas por día, las que pagaban millones. Y no eran malos, ¿eh? De hecho, eran fabulosos.
Era más terapéutico que artístico. Sentía que mi cabeza se vaciaba de cada historia. Literalmente, se vaciaba. El problema era que no importaba cuántas ideas desarrollara, diez nuevas y mejores venían a mi cabeza. No había forma de evitarlo, mucho menos de manejarlo. ¿Y si contrataba a una secretaria?
Fue toda una revolución. Lo único que yo debía hacer era expresar en voz alta lo que se me venía a la mente, y ella lo mecanografiaba. De esa forma pasé a escribir cuatro historias por día, y a veces más.
Claro que esa solución duró poco. Las ideas continuaban llegando cada vez más y más rápido. Me vi forzado a dictarle a mi asistente solo los conceptos, y dejar que las desarrollaran otros guionistas contratados.
Pero hubo un día en que ni eso alcanzó.
Las ideas seguían acelerándose. Tanto, que ya eran más veloces de lo que podía expresar. No llegaba a decirlas, aun cuando me apurara. Mis pensamientos, agravados por el ritmo entre una idea y la siguiente, eran tan veloces que comenzaba a no expresarlos coherentemente.
El vértigo comenzó a marearme y ya no me resultaba sencillo entender las palabras que pensaba. Las ideas se agolpaban en mi cabeza, las historias se superponían unas a otras, las palabras se amontonaban sin poder ordenarlas, siquiera entenderlas, mucho menos extirparlas de mi cabeza. Porque ya me estaban enloqueciendo, y no podía no pensar en estas historias, no podía detener el flujo que, aunque pareciera una locura, seguía acelerándose y acelerándose, y superponiéndose y superponiéndose, aplastándose unas sobre otras, asfixiándome, tapándome de palabras precipitadas, hundiéndome en una marea de ideas incoherentes, brillantes pero en vano, sucias, sin sentido.
Tirado en el piso, comencé a contar en voz alta. Números. Simples números. Solo para escucharme en medio de ese aturdimiento irracional, para anclar mi cabeza a la realidad. Lo hacía abrazado a mis rodillas y meciéndome un poco para no desconcentrarme.

Seguía contando, en la oscuridad de la habitación en la que me habían encerrado. Seguía meciéndome. Era la única forma de mantener las ideas alejadas de mí. Me tenían con un chaleco de fuerza y habían acolchonado las paredes para protegerme, aunque era innecesario: las ideas estaban en mi cabeza, no en las paredes.
Escuché vagamente un taconear sobre el pasillo, y la puerta con ventanuco de vidrio se abrió. Eran el Director del Hospicio Mental y ella.
La rubia vestía un traje sastre y falda por encima de las rodillas, demasiado entallado y caricaturescamente escotado. Me miró con resignación. Suspiró.
—¿Le gusta escribir, doctor? —le preguntó, sin quitarme los ojos de encima.
—¿Perdón?
—Si le gusta escribir. Cuentos, poemas, algo. Aunque sea como un pasatiempo…
—No… cuando puedo, practico golf…
Yo los miraba. Y les entendía. Pero no quería parar de contar ni de mecerme. Temía volverme loco.
—Es una lástima…
Vi cerrarse la puerta, cuando el Director nos dejó solos. Vi el sonido del eco empujar a la rubia hacia mí, oscureciéndome. Vi todo, pero no escuchaba más que mis latidos, mis ideas cortantes, que mutilaban, y mi propia voz numerando mi existencia.
Hasta que me besó. Como una vez.
Y ya no escuché más.

Marcelo Ciccone.





►PICADA

La Choli no sabía que una persona podía tener lindo olor. Le habían dicho que era su primo, pero sus primos eran distintos. Éste era rubio, se llamaba Martín, tenía la piel blanca y estaba todo limpio y con ropa nueva. Y no podía dejar de mirarlo. Lo vio aburrido, viendo alrededor sin encontrar más que suelo arcilloso, cactos y horizonte.
—¿Vamos por ahí? —le preguntó.
El chico dudó.
—¿A dónde?
—A ver cómo se pelean los escorpiones.
Martín abrió los ojos, excitado. Esos ojos grandes, celestes, brillosos.
—¿Hay escorpiones por acá? —se levantó de un salto.
La Choli no comprendía por qué tanto entusiasmo pero todo en ese chico era extraño. Caminaron juntos unos cuantos metros, con el olor rico de él rodeándola como una nubecita. Le tendió su mano, que quedó desairada porque justo él fue a rascarse la cabeza. Llegaron enseguida a los restos de una casucha derrumbada donde había unos tambores de metal, tablones, basura y agua estancada.
Con una ramita, la Choli comenzó a escarbar entre la madera.
—Se meten por acá abajo, les gusta la sombra…
—Son venenosos.
—No. Pican, pero no hacen nada.
—Yo vi una vez en una película que los escorpiones son venenosos.
La Choli se encogió de hombros, nunca había visto una película. Siguió con el palito hasta que encontró lo que buscaba. El puñado de escorpiones pálidos buscó refugio otra vez, pero antes que se escaparan, tomó a uno con la mano, de costado, y lo arrojó dos pasos más allá. Hizo lo mismo con el segundo.
—¿Qué hacés, estás loca? ¡Si te pican te vas a morir!
—¡No hacen nada, nene!
—¡Te digo que te morís! ¡Yo lo vi en la película y la única forma de salvarse es que te saquen el veneno chupándote la picadura!
La Choli se tiró al piso junto a los escorpiones, palito en mano, azuzando a los bichos para que peleen entre sí, aunque solo uno parecía activo, el otro no más miraba.
—Vení, no seas miedoso.
Justo cuando Martín se acercó, la Choli pegó un grito, soltó la rama y se tomó el rostro.
—¡Me picó, primo! —exclamó con ojos sobreactuados.
—¡Voy a llamar a tu mamá!
—¡No hay tiempo! ¡Chupame el veneno como en la película!
—¿Qué?
—¡Dale!
—¿Pero dónde?
—¡Acá! —y la Choli se tocó los labios.
—Yo no veo ninguna picadura.
—¡Dale, nene, que me muero! —y se le acercó.
La Choli otra vez estaba sumergida dentro de la nubecita de perfume cuando cerró los ojos para que su primo —el rubio, raro y limpito primo— le salvara la vida por primera vez.

Marcelo Ciccone





►NO ESTÁ YA LA IDEA

Me dijeron que hay que escribir. Solo escribir. Cualquier frase, lo que me venga a la mente. Aun si no tiene mucho sentido, porque el sentido es escribir. Comenzar… Eso es lo importante. Romper esa inercia maldita que me terminaría matando, llenar esta página en blanco que se burla de mi angustia, de mi miedo, de mi empecinamiento en teclear porque la vida me va en ello.
¿Y la musa? Me hablaron de esa puta, una vez. Dicen que a veces llega y a veces no. Pero que igual -sí, claro- hay que escribir.
¡No me importa! Hoy me cago en la musa. Hoy, ahora, es el turno del ritmo, un negro silencioso que nadie ve y que hace el trabajo sucio por debajo. La cadencia es todo. Todo. Debo teclear y teclear sin perder el ritmo, ni demasiado lento, aunque estoy exhausto, ni demasiado rápido, aunque la ansiedad y el terror me aceleran como nunca.
Y lo sé. Más que nunca, lo sé. Como lo sabe el capitán que me seca la frente con un pañuelo.
-No me aflojés ahora… -me dice.
-Hace siete horas que estoy tecleando… ¡No doy más!
Entonces el del Escuadrón Anti-bombas se asoma por entre mis piernas. Mientras yo no dejo de tipear, él está trabajando en la parte de abajo de mi teclado con decenas de cables y pinzas.
-Voy a cortar el cable rojo –dice finalmente. -¿O alguien tiene una idea mejor?

Marcelo Ciccone





►SUCIA
(Inspirado en el guión La Gota, de Guillermo Romano)

La oscuridad no me deja verlo bien, pero debe ser un charco de agua o algo así porque la humedad me enfría las patas a través de las medias.
¡Sucia de mierda! ¿Te agitabas mucho si movías el culo para limpiar un poco acá? Veinte años de casados y ni tenés la iniciativa de pasar un trapo.
O no querés. Como tampoco querés lavar los platos, o barrer, o hacer las compras. Debería haberte perdido en la mudanza del 86. Sin la dirección y un mapa para mogólicos todavía me estarías buscando.
Tanteo a oscuras no sé bien qué, estoy medio dormido aún. Hay más agua en el piso, aunque ahora se me pegotea en los pies.
-¡Ché, inútil! –no me aguanto más y le grito, aunque dudo que la vaya a despertar. –¡Dejaste todo el baño sucio, roñosa de mierda!
Hasta que encuentro el interruptor, ya más despabilado. No es que lo había perdido pero vieron que cuando uno se despierta a mitad de la noche… Prendo la luz.
Y ahí está. En el baño. Tirada como siempre, sin hacer nada. Peor aún: ensuciando. Porque la sangre que le brota del pecho sigue derramándose hacia el suelo. Bah, ahora no tanto.
Así que no era agua.
Le saco el cuchillo que le había clavado antes de irme a dormir pero se lo vuelvo a poner. Le queda más lindo así. Agarro un trapo y el Ayudín para inodoros y empiezo a lavar el piso enrojecido.
La miro ahí tirada, con más desprecio que nunca, y le digo desde las tripas:
-Gorda inútil vaga de mierda. Ni siquiera en ésta vas a mover el culo para ayudarme, ¿no?
Y sigo fregando.

Marcelo Ciccone.





►EL FINAL

Un día un tipo escribió un cuento con un final feliz y revolucionó la industria editorial y el arte en general. Lástima que se murió justo antes de verlo.





►EL PICADITO DE LOS JUEVES

Dicen que el primero que lo vio fue el Diego, una medianoche que se escapó de lo de sus abuelos. Dicen que era muy chico y que por eso nadie le creyó, pero que al domingo siguiente debutó en la primera de Argentinos Juniors y nunca más dejó de ser titular. Dicen que allí reconoció varios números y que ninguno era el suyo, y que esa noche se prometió morir con el 10 en la camiseta, siempre.
Pero dicen más, todavía. Porque aseguran que al picado se lo puede ver los jueves. Todos los jueves. Y que hay una sola forma de hacerlo, y es en tren. Que aunque cerraron el ramal, si te lo tomás a las 12 -justo a las 12- , a media hora de viaje lo ves, cabeceando a la derecha. La fantástica visión dura casi un minuto, ya que las vías rodean el potrero haciendo una “C” para enfilar hacia Caña Seca. El maquinista afloja la marcha para que los hombres, asomados y embelesados como gurises, se maravillen del espectáculo futbolero.
Cuentan que solo unos pocos elegidos pueden jugar allí. Que se usa una pelota de cuero hecha de gajos, de las viejas, de esas que cuando se mojan pesan una vida. Que la canchita está en El Cogote del Muerto, y que aunque no tenga luz y se juegue de noche, una luminiscencia espectral y uniforme hace que aun en la oscuridad más cerrada se pueda ver.
Algunos mencionan que allí vieron a Ernesto Grillo clavar un tiro libre de 45 metros. O al “Gringo” Warren tirarle un doble sombrero a Rubén Lacasia, que lo miró feo. Otros vieron a Guillermo Stábile hacer una pared con el cordobés Willington, y al “Cata” Retaco y a Néstor Vicente Paladino, el duro defensor de Banfield, agarrarse a trompadas por un lateral.
Juran que ese picado es real.
Pero no me lo termino de creer.
Por eso estoy aquí, de pié junto a él, que está caído en esa cama desde hace meses. Me dieron cinco minutos porque soy el hijo de un viejo periodista amigo suyo.
—Martincito… —me dice con poca voz. Se lo ve muy cansado. —¡Qué grande que estás!
Habla como el viejito que ya es. Y me emociono. Vi a este hombre en videos, inventando mil milagros. Mi padre me contó otros mil.
—¿Cómo le va, señor Maradona?
—Te recibí… —Se frena. Carraspea seco y su voz parece quemada de cal. —Te recibí por tu viejo, ¿sabés? Tengo más gente esperando.
Es cierto, los vi sentados en un banco, antes de entrar. Una fila larga que desea verlo. Son gente de lo más dispar, desde adolescentes que saben de él por sus abuelos, hasta un hombre de negro que parece un juez penal. Sé que tengo que ir al grano. Mi tiempo no es el suyo.
—Quisiera saber… —de pronto me siento ridículo. —Me dijeron que usted… que una vez vio el picadito de los jueves… el de la curva del Cogote del Muerto… Ese que juegan… —a esta altura ya me siento definitivamente estúpido y me pongo rojo como el diablo.
Se queda procurando hacer memoria. Es un minuto interminable.
— Ah, ese picado…
—Estoy investigando para un libro y tengo un montón de testimonios de gente que dice que lo vio… pero la verdad… solo a usted le creería algo semejante.
—Una vez lo vi… Una sola vez… —los ojos se le iluminan de golpe, como si estuviera ahí. —Lo vi a Herminio Arrieta patearle un penal al “Gato” Moreno. El mejor pateador de penales de todos los tiempos contra el mejor atajador de penales… ¡Qué increíble…!
—Entonces… ¿existe?
—No lo sé. Pero yo lo vi. Te lo juro por Dalma, Gianina y Brenda.
Tose. Maldice en voz baja. Y vuelve a toser. Me hace una seña y entiendo que mi tiempo se acabó.
Llama a su mujer, le dice que va a recibir a uno solo más, y que luego se va a recostar. Que está agotado. Le estrecho la mano, mi piel de gallina. Me gustaría pedirle un autógrafo pero el pudor no me deja. Y me voy.
A la salida de la habitación me cruzo con el tipo de negro y nos saludamos con cierta complicidad: somos los dos últimos afortunados. Me recuesto sobre la puerta, al otro lado, recuperando el aliento. ¡Hablé en persona con el Diego! Aunque eso ya no es nada, porque unos segundos después se me llenan los ojos de lágrimas cuando escucho dentro de la habitación:
—Diego…
—Vos.
—Venía a invitarte, Diego. Ya es hora de que te vengas a jugar un picadito entre amigos.

Marcelo Ciccone





►LA EXTORSIÓN ERRADA

—Decime que te gusta.
—¿Qué?
—Que te gusta.
—No: que o qué.
—¿Qué?
—¿Te digo que te gusta o te digo qué te gusta?
—¿Me estás cargando? ¡Decime que te gusta!
—Me gustan tus caricias, me gusta tu piel, me gus…
—¡No, pelotuda! Decime que te gusta. ¡Que te gusta! ¡Que lo que yo te hago te gusta!
—Ah…
—¿Y…?
—No, no me gusta.

MC





►BAR DOS TIEMPOS

Lustré la mesa de madera por enésima vez. Como un autómata. No era un bar lindo el que había heredado. No tenía el glamour de los de centro, ni TN Noticias en un plasma, como los de la avenida. Era un simple bar de barrio, con más mediocridad que variantes en el menú, y siempre con más mesas que clientes.
Pero era el bar de papá. Bah, ahora era mío, pero era el bar de papá.
Mi mamá atendía en la caja, igual que antes. Y Gladis ayudaba a limpiar. Y en la cocina. Y en la caja, a veces, porque era como de la familia.
No siempre había sido así. Recuerdo que de chico mi madre y Gladis peleaban mucho. Bueno, no peleaban, realmente. Era papá el que peleaba con mamá. Pero había entre las dos mujeres una tensión que escapaba a mi visión de niño y que recién de grande se me fue haciendo evidente.
Era en los años en que recién habían comprado la primera tele para casa. Los bares en esa época no tenían tele, que eran en blanco y negro. Como los recuerdos de esos tiempos…

—¡Daniel! ¡Dejá de correr entre las mesas! –mi padre, enorme ante mis ojos, camiseta blanca y bigotes poblados, siempre en la caja. —¡Gladis, agarrá a ese chico que está molestando a los clientes!
Yo jugaba con mi Dura—Vit, esquivando patas de mesa y de parroquianos. No veía el gesto de dolor de mamá. Gladis me tomaba a mí con una mano y con la otra, al autito. Lo hacía con ternura pero firmeza, sin decir una palabra. Se cuidaba de no hablar mucho delante de mamá.
Y me llevaba a casa. Me ponía los dibujitos, si había, y si no, me contaba cuentos. No, cuentos, no: historias. De su abuelo, de su padre, de sus hermanos, de todo su pueblito, allá en Corrientes. Yo mucho no entendía pero la música de su voz me calmaba.
A la noche cenábamos en familia. Sin Gladis, por supuesto. Gladis no vivía con nosotros todavía. Mamá había insistido mucho en esto: nada de Gladis a la noche. Ella era la mujer de la casa. A papá le parecía bien.
—¿Qué vas a hacer cuando seas grande? –me preguntaba él, especialmente cuando traía una nota del colegio.
—Voy a tener un bar. –le respondía yo, orgulloso.
—¿Un bar? Pero con todos los “muy bien 10 felicitado” que te sacaste podés tener algo mejor que un bar.
—Bueno. Dos bares.
Y mamá reía. Me hacía el postre que yo quería y me acostaba con caricias en el pelo, hablándome. No me contaba historias. Simplemente me hablaba de cosas hasta que me dormía. Del colegio, de mis amigos, de papá, de los clientes del bar. Yo me dormía o me hacía el dormido y ella se iba a su pieza con papá, y a veces los escuchaba discutir.

—Nene, ¿no está el partido? –uno de los clientes me sacó de la ensoñación. –Poné el partido, nene.
—Sí, don Felipe. Ya le pongo.
—Antonio lo habría puesto antes que nadie le dijera nada.
Había querido homenajear a mi padre en un gesto cariñoso de vecino, pero don Felipe era muy bruto y en cambio me sentí herido.
Fui a buscar el control remoto a la caja. Dos días antes, mi viejo lo había arreglado. Miré a mamá con el control en la mano y le sonreí.
—No tenía pilas. –le dije.
—¿Cómo…?
—El remoto… Papá lo arregló pero no tenía nada.
—No entiendo.
Gladis intervino con una sonrisa.
—Andaba, pero no tenía pilas. Daniel se las cambió sin que Antonio se diera cuenta y por eso tu marido andaba tan contento de que lo había arreglado.
Mi madre nos miró con ganas de reír pero sin la suficiente fuerza.
—Nunca lo arregló, ¿entendés?
—Sí, sí. –dijo ella, y me besó. –Tu mamá no está tan boba. Pero es que… —de pronto giró hacia Gladis. –Vos lo sabías.
No era un reproche. Era una verdad cargada de tristeza.
—Pensé que vos también.
—Vos siempre sabés más que yo… Estás conectada de una forma que yo nunca…
—¡Mamá! –la corté. —¡Dejá de decir pavadas!
—¿Y el partido…? –gritó don Felipe.
Le di el control remoto a Gladis y le señalé la tele, para que nos deje solos.
—Vieja, ¿por qué hacés esto? Ya fue. El viejo ya no está, no tiene sentido…
Mamá me tomó de las manos. Tenía los ojos acuosos, a punto de explotar.
—¿Me querés?
—Mamá, ¿qué estás diciendo?
—Ya sé que me querés. Yo te pregunto otra cosa.
Y se echó a llorar.
La rodeé con mis brazos. La abracé. La apreté con todas mis fuerzas, como cuando yo era chico y ella me decía que la quería poco porque la apretaba poco.
—No seas tonta… Vos sos mi mamá. Vos sabés que vos sos mi mamá…

Gladis fue o estuvo en todos mis cumpleaños. No se perdió ninguno. Y siempre con un regalo. Algo sencillo. Luego sabría que hacerme regalos menos importantes que los de mamá era parte del acuerdo. Pero a mí no me importaban los regalos de Gladis. Yo esperaba su torta. Porque por H o B era ella la que casi siempre las hacía. Una vez me hizo una cancha de fútbol. Otra, la torta era un Mark 5, el auto de Meteoro. Estaba tan bueno que me puse a llorar cuando, luego de soplar las velitas, mamá tuvo que cortarla con un cuchillo.
Pobre mamá, siempre se llevaba la peor parte. Incluso a la noche, con papá. Imagino que harían el amor, como cualquier pareja, pero lo harían en silencio. Ellos sabían que desde mi cuarto se escuchaba bastante. Más que nada las discusiones. Por épocas discutían mucho, por épocas, nada. Y la mayoría de las veces las discusiones incluían a Gladis.
—No sé, conseguite un empleado. No quiero estar más en el bar, y Gladis acá. Al final ella está con mi hijo más tiempo que yo.
—No alcanza para otro empleado. Si querés quedarte en casa, mandame a Gladis al bar.
—¿Al bar? ¿Todo el día con vos, solos? ¡La única que me faltaba!
—¿Solos, qué? ¡Si está lleno de gente!
—¡A esa mujer la pondría en un micro y que se vuelva a la provincia esa de donde salió!
—Corrientes.
—¡Me importa un carajo de dónde es! ¡No la quiero dando vueltas en casa y mucho menos al lado tuyo en el bar!
—Hablás como si fuéramos amantes… ¡No seas dramática! ¡Vos estuviste de acuerdo en que era la manera más rápida de tener un bebé!
—¿Te acostás con ella? ¿Te volviste a acostar con ella?
—¡Estás loca, mujer!
—¡No la quiero acá, echala!
—Y se va a limpiar la casa de al lado. Va a hacer cualquier cosa para estar cerca de Danielito! ¡Agradecé que no nos saca al chico!
—¡Echaaalaaa!!!
Era imposible dormir, algunas noches.

Mi primo vino a la tarde, al bar. Estaba gestionando cientos de diminutos seguros de vida, de la tarjeta, de un crédito y qué se yo de cuántas cosas más. Nos sentamos en una de las mesas de la ventana y mientras me explicaba lo que había que firmar, miré alrededor. No había gente. Y no había gente cada vez más temprano. Pronto tendría que hacer algo. Venderlo, alquilarlo, cambiar de ramo. Iba a estar difícil, en poco tiempo me iría a vivir con mi novia y tendría que mantener a mi familia, a mi mamá y a Gladis.
Las observé mientras mi primo parloteaba. Mamá en la caja, con la vista perdida en el horizonte, ausente. Y Gladis a su lado, observándola. Gladis la sacó del trance ofreciéndole un té de manzanilla, que era el que sabía que le gustaba. Mamá le sonrió agradecida. Hablaron algo. Gladis le frotó uno de sus brazos, consolándola.
Firmé lo que me daba mi primo, sin mirar.
—¿Cómo está tu vieja?

Un invierno mamá se puso muy enferma. Nunca la había visto tan angustiada. Primero pensé que era alguna pelea con papá, pero los días se sucedían y estaba cada vez peor. Lloraba cuando estaba sola. Y lloraba mucho. Por orgullo o lo que sea, no aceptaba ni ayuda ni consuelo de Gladis. Hasta que un día se desmayó y mi papá se la llevó al hospital. Mi papá jamás estuvo tan asustado, ni siquiera el día de su propia muerte.
Gladis se quedó conmigo en la casa, tratando de distraerme y mantenerme calmado. Pero esa misma noche, luego de un llamado larguísimo, me llevó a lo de mis tíos. Recuerdo sus ojos llorosos, su angustia y el abrazo larguísimo con el que me dejó. Me dijo “Adios, no te preocupes”. Aunque la preocupación estaba toda en su rostro. Pensé que no la volvería a ver.
Pero la vi al otro día. A la tarde. De hecho, la vi cuando mis tíos me llevaron al hospital a ver mi madre, tras la operación. Gladis estaba en la cama de al lado, con las mismas sondas y bata que mamá, y con bendas y gasas en los mismos lugares del cuerpo.
Fui corriendo hacia mamá y me largué a llorar. Ella me abrazó. Y mi padre nos abrazó a los dos. A poco más de un metro, Gladis nos miraba. Sin que yo lo advirtiera, mamá levantó por un segundo la cabeza del abrazo familiar y le devolvió la mirada, directo a los ojos.
Gladis dejó de ser un tema de discusión en casa. Varios años más tarde, terminando yo la secundaria, nos mudamos atrás del bar y Gladis se vino a vivir con nosotros: papá comenzaba a no andar tan bien y hacían falta más manos por más tiempo.

Mi novia pasó a buscarme a la hora de cerrar. Seguramente iríamos a su casa a comer y charlar detalles sobre la futura convivencia.
—Esperame afuera. –le dije.
Gladis terminaba de limpiar algunas cosas y mamá ordenaba papeles de proveedores. Las dos muy concentradas en lo suyo, no me vieron verlas. Fui a darles un beso.
—Cuidala… —me dijo una, refiriéndose a mi novia.
—Sí, no hagas como con la última chica. –me retó la otra. Para eso se ponían de acuerdo.
Me fui, cerrándoles la cortina metálica.
Quedaron solas.
—Salió buen chico, ¿eh?
—Es igual al padre…
—Igual, sí…
—Pero más buen mozo.
Sonrieron.
—¿Ya estás?
—Sí, terminé. Vamos.
Dejaron birome y trapos sobre el mostrador y se movieron lentamente hacia la puerta que comunicaba con la casa. Fueron despacio y se sostuvieron con los brazos entrelazados, para sortear el escalón.
Apagaron la luz y dejaron el bar iluminado solo por la heladera del mostrador.

Marcelo Ciccone





►A PRIMERA VISTA

Fue amor a primera vista. ¿O acaso existe otra forma de enamorarse?
Ella era delgada y tan hermosa que cortaba el aliento. También era aguda. Brillante, diría. Pero a la vez, de una humildad suficiente como para dejarse manejar... Igual no me engañaba, mantenía ese aire altivo y esa postura derecha, casi rígida. Tenía que ser mía.
En cambio a la cosa esa la odié aun antes de conocerla. Una bolsa de mierda inmóvil, muerta, puesta ahí para someterme. Era rústico, rugoso, torpe hasta lo indecible, y con ese olor perenne a carroña que pudría mi casa, mi ropa, mi piel.
Pero perdón, no pretendo confundirlos con mis palabras atolondradas. Pasa que lo odiaba tanto… A él y a su agusanado eczema de obeso monstruoso…
Tomé la cuchilla, la deseada cuchilla de plata recién comprada, y la hundí en el corazón de ese gordo hijo de puta, una noche en la que reclamaba mis deberes conyugales.

Marcelo Ciccone.





►LA BALA EN EL TAMBOR

Éramos un patético grupo de perdedores crónicos. Despedidos, abandonados, deprimidos, sin lugar en el mundo. Nos unía la amistad, todos los jueves, pero nos hermanaba la impotencia y la frustración. Aunque en rigor de verdad, la amistad tampoco era gran cosa.
Hasta que un día se comenzó a hablar de suicidio. Primero en broma, luego en una forma muy intelectualizada. Pronto como una posibilidad. Así que había decidido zanjar los tiempos y tomar un atajo.
Ese jueves me aparecí con el revólver y una única bala.
—Listo —dije, y la apoyé sobre la mesita del living. —Si tantos huevos tenemos y tan hartos estamos de esta vida de mierda, por lo menos pongámosle emoción.
Se miraron serios, luego observaron el arma y a mí. Ninguno sonreía. Todos sabíamos que ahí no se hablaba en joda.
Ese jueves no se volvió a tocar un solo tema deprimente. Ni del papá del “rusito”, ni del jefe de Juan, ni de mi mujer ni de nada. Solo fútbol y minas.
Pero el efecto duró poco y a las dos semanas la cantinela era la misma. Aquella noche, además, había algo especial en el aire, como una euforia latente, imposible de disimular.
Sería ese jueves. Era tan jueves como cualquier otro y nuestros miedos y frustraciones no iban a desaparecer.
—Lo hacemos hoy.
Traje el revólver y la bala. Éramos cuatro y el tambor era de cinco. Existía la posibilidad de que el tiro jamás se disparara.
—Una sola vuelta. Si la bala no sale, no sale. Si alguien muere, ya sabemos qué hacer.
—¿Quién va primero?
La pregunta quedó flotando. Teníamos un miedo que era poco racional: el primero tenía tantas chances de morir como el último; pero el último.
—Voy yo —anuncié. Pero no por valiente. No soportaba la presión y me quería sacar el tema de encima lo más rápido posible.
Agarré el arma, puse la bala y giré mil veces el tambor. El silencio era absoluto. Uno podía escuchar los latidos del corazón del de al lado. Marito, siempre atildado y prolijo, se secó la transpiración con un pañuelo y se persignó. Yo tenía retorcijones en el estómago.
Puse el caño en mi sien y, sin pensar mucho, gatillé.
—¿Qué hacés, pelotudo?
Juan se corrió para un costado, protegiéndose instintivamente con sus manos. No me increpaba por disparar, sino porque él estaba en la línea de la bala y podía haberlo matado también.
En ese momento comprendimos que aquello no iba a tener retorno.
—¿Quién va segundo?
Juan tomó el revólver con decisión en un primer momento. Pero al apoyárselo en la sien dudó y demoró allí una eternidad.
Nos miró a todos, le temblaban los dedos.
Y gatilló.
La tensión se evaporó cuando el disparo no se hizo. Nos reímos de nervios. Juan estaba repentinamente eufórico.
—¡La concha de su madre! ¡La reconcha de su madre! —las pulsaciones a mil —¡Boludo, me parece que me cagué encima, boludo!
Se fue a cambiar al baño, entre risas histéricas.
Para el resto hubo que sortear el orden de ejecución.
El tercero, el “rusito”, fue lo mismo: los nervios, la sien, la histeria, el gatillo, la histeria otra vez, la risa, el alivio.
Con el cuarto, el revólver se disparó.
El estallido nos paralizó. Nos apretó el estómago y nos conmocionó como nunca nada lo había hecho antes.
—¡No! —gritó Marito con el arma aún en la sien, los dientes crujiendo.
Hubo un instante de confusión total. Marito se tomaba la cabeza, se buscaba el agujero que no tenía. Los otros lo mirábamos, conteniendo la respiración.
—¿Qué pasó? —preguntó finalmente. —¿Le erré?
Los miré y respiré profundo con la esperanza de que no me golpearan.
—Puse una bala de salva.
Por toda respuesta, Marito vomitó sobre mis zapatos.
Cuando terminamos de limpiar todo, el sudor aun helaba nuestras frentes y mejillas, las de todos. Nos despedimos en un silencio funerario.

Ese jueves a la noche no pude dormir. Y el viernes… El viernes fue como una revelación, como si me hubieran sacado un velo de los ojos. Veía las cosas de una manera totalmente diferente. Más claras, pero de un modo más profundo también. Veía las cosas como en planos distintos, y cada asunto se acomodaba de manera natural en un nuevo esquema de prioridades.
Aquel viernes, después de varios años, dejé de discutir y pelear con mi insoportable mujer. Pero no fue que la ignoré, como hacía a veces. Simplemente me di cuenta del mecanismo detrás de sus provocaciones y advertía en una fracción de segundo qué era lo que realmente pretendía. Y resolvía el asunto antes de que estallara. Y cuando se trataba de una simple manipulación para inflamarme las gónadas era más fácil aún: alcanzaba con no seguirle el juego. Y ella se dio cuenta. Es que mi actitud era nueva y auténtica. No parecía que me estaban chupando un huevo sus problemas. Me estaban chupando un huevo de verdad.
Antes de las 5 de la tarde ya había recibido las llamadas de mis amigos de los jueves. Fue espontáneo, lo habitual era llamarnos el miércoles para confirmar el encuentro.
Juan me contó que le había puesto un freno a su jefe, que lo boludeaba a diario delante de sus compañeros. Se había defendido por primera vez y le había dicho por elevación que era poco hombre.
El rusito fue un poco más drástico. Después de almorzar se apareció por el local de telas de su padre, cerca del centro. El padre era un judío tacaño lleno de plata, como los de los chistes. La pelea estalló por una pavada y derivó en pases de viejas facturas. No le entendí bien porque estaba muy excitado, pero el ruso había tomado a su padre de las solapas y lo había amenazado con golpearlo si no le daba no sé qué guita que le correspondía.
Se fue de allí con el dinero pero, mejor aún, con el respeto y el temor de su padre, lo que pretendía desde mucho antes. Desde siempre.
Marito, tan buenito, tan medido, tan pulcro y resguardado, tan monaguillo de la vida, se había animado por fin y había ido a un boliche gay friendly donde, a pesar de gambetearme explicaciones, se me hizo evidente que al menos se arrodilló ante algún gato.
Todos nos habíamos sentido más orientados, más enfocados. Habíamos logrado separar, en mayor o menor medida, cada uno, la paja del trigo. Teníamos conocimiento, y el conocimiento nos estaba liberando.
Al jueves siguiente repetimos el ritual. Aunque todos sabíamos que era una bala de salva, el momento nos cargaba de adrenalina.
Y las consecuencias se afianzaron. Mi vida en casa se equilibró. Pasé a ser dueño total de mis actos y líder de cada cuestión familiar.
Juan no solo logró frenar a su jefe. Logró también su respeto y el de sus compañeros. Es más, lo amenazó cuando éste osó manifestarle que lo notaba cambiado. Mientras, el rusito armó un negocio rápido con la guita aquella y casi la duplicó en una semana. Fue a la tienda del padre a enrostrarle el triunfo y le sacó de prepo más guita para un otro asunto. Marito había hecho nuevos amigos y esta vez en el boliche se animó más y peteó al por mayor para terminar ensartado como Cabral.
Pero a la semana siguiente la cosa se desmadró. Fui el primero en notar que me había pasado de rosca cuando en casa mi confianza se transformó en suficiencia, la suficiencia en desidia e indiferencia, y luego en desprecio.
Ante la queja de siempre de mi mujer, mi respuesta fue otra.
—Conseguite un chongo y dejame de romper las pelotas.
No estaba con mi familia en la cena, aunque comía con ellos; y no estuve en con mis hijos cuando se les murió el perrito, que era lo que más amaban en el mundo.
Lo de mis amigos, como siempre, fue un poco más drástico.
Al rusito lo estafaron así que ya no duplicaba ganancias sino que las dividía. Ante la crítica de su padre, lo recontra cagó a palos. Sí, al padre. A todos nos pareció bien, pero a la policía le pareció mal.
Juan dejó de amenazar a su jefe. Directamente le rayó el Mercedes Benz, le pinchó las cuatro gomas y le clavó un cuchillo tipo Rambo en el escritorio, cara a cara. Lo ascendieron.
Marito seguía feliz con el culo roto pero el jueves se apareció con un cagazo padre por el sida y la hepatitis no sé qué. Alguien le dijo que existía la posibilidad de que alguno de los doscientos tipos que se había volteado en el mes podría haber estado enfermo.
La bala de salva ya no hacía ni ruido.

Sentado en el sillón del bulo, solo, con el revólver apoyado sobre la mesita y la bala a un lado, supe que estaba ante una disyuntiva trascendente. Guardé la bala en un bolsillo y saqué otra, más pesada, con plomo.
No tenía mucho tiempo, mis amigos de los jueves llegarían de un momento a otro. Tenía que decidir dos cosas: poner —o no— la bala en el tambor, e informar a los demás —o no— del cambio.
La primera decisión fue sencilla.

Marcelo Ciccone





►HALAGÜEÑO

-¡Movete, renga de mierda!
La nalgada estalló en la habitación mientras el comisario se la seguía cabalgando. Era injusto que él le pidiera que se mueva, si sabía que era parapléjica.
Pero siempre la seducía que le dijera renga, ella lo sentía como que la valoraba el doble.

Marce ^^





►NOCHE MÁGICA

Se asusta la Choli con tanto ruido en el almacén del Araucano. Mucha gente en las mesas, hablando, gritando, riendo a carcajadas. Por eso cruza rápido el embaldosado recién lavado, arrastrando a su hermanito, para preguntarle al indio:
—¿Va a hacer aparecer algo de comer, el mago?
Porque hay hambre en el pueblo. Hambre como nunca.
El Araucano se ríe pero se conmueve también. Su almacén está lleno de periodistas de la ciudad y de los pueblos de alrededor y él será uno de los pocos con la panza llena los próximos días. Le da una empanada a cada uno de los chicos.
—No lo sé, Choli. Es un mago, nomás.
—Va a hacer aparecer comida. ¡Yo lo sé!
Al Araucano se le borra la sonrisa, de pronto se siente triste. Y la Choli, increíblemente más feliz, toma las empanadas y sale corriendo con su hermanito a la rastra. Más tarde volverá para la función, piensa el indio. A los chicos les gustan los magos.

No está todo el pueblo reunido en la plaza, esa noche. Debería. Un mago de Buenos Aires –aunque esté allí porque su avión cayó en el pueblo por reparaciones de emergencia— era un espectáculo que no volverían a ver en toda su vida. Pero la sequía, primero, y la inundación, después, diezmaron el dinero, los ánimos y las almas de casi todos.
Aunque no la de los chicos. De ellos no falta ninguno. Con el estómago apretado, pero con las ilusiones y la ansiedad hinchándole las mejillas. No asocian a un mago con trucos, sino con magia. Un mago debe ser capaz de hacer cualquier cosa, hasta lo imposible.
Y allí parece imposible conseguir algo más que mate cocido y un poco de pan. Así que el mago podrá. Hará magia esta noche. Lo dijo la Choli. A cada uno de los chicos del pueblo. Lo dijo con la panza llena de una empanada, excitada de ilusión y de comida de verdad. Igual que su hermanito.
Por eso la plaza estaba así. Con la familia del concejal y la del doctor, y repleta de chicos de caras aindiadas y sucias del polvo de la tierra.
A las nueve arrancó todo. Habían armado el mejor escenario que podían, unos tablones desparejos sobre unos cajones de madera, del almacén del Auracano. El mago apareció entonces precedido de una nubecita de humo blanco, que nunca levantó de los tobillos. Los flashes le relampagueaban como si fuera una estrella de rock. Dos flashes.
Los chicos aplaudieron con energía. Dos señoritas con más carne que ropa ladearon al mago, sin dejar de sonreír. Cada uno de los tres sostenía una especie de campana de aluminio, brillosa, boca abajo, apoyada sobre una bandeja, que mostraron vacía al gran público.
El equipo de sonido que había aportado el doctor rasgaba un redoble de tambores, crepitante de vinilo viejo. El mago y sus secretarias apoyaron las campanas sobre las bandejas, ocultando ahora su interior. Miraron al público, confiados. Los iban a sorprender. Levantaron de golpe las campanas —las que no tenían nada— y, ante el asombro de todo el mundo, aparecieron dos palomas blancas sobre cada bandeja.
Las secretarias hicieron una exagerada reverencia. Unos pocos aplaudieron, y los chicos de cara sucia se atragantaron de la emoción. Se hizo un breve silencio hasta que la Choli gritó:
—¡Comida! ¡Hizo aparecer comida!
El mago se asustó cuando la marea de chiquilines se le vino encima. Subieron al escenario y comenzaron a corretear a las rellenitas y apetitosas palomas. El médico reía, el concejal ocultaba su rostro con las solapas, avergonzado ante las fotos que sacaban los periodistas de la ciudad.
El acto terminó allí, y el mago no pudo recuperar ni una sola de las aves. Esa noche sería recordada de muchas maneras en el pueblo. Pero en el corazón de los chicos, de la Choli y aun del Araucano, aquella quedaría guardada para siempre como una verdadera noche mágica.

Marcelo Ciccone





►MONIQUITA

¿Cuántas veces habrán visto, en verano, caminando al aire libre, una nube de mosquitas en medio de la vereda? Uno debe cruzarla con la boca cerrada y los ojos achinados. Dos pasos más allá no hay nada. No hay un animal muerto, no hay Coca Cola derramada, nada. Pero ese centenar de moscas está allí, revoloteando en el mismo lugar, desafiando las leyes de la lógica.
Moniquita iba pensando en todas estas cuestiones fascinantes, lo que indicaba todo un signo de madurez. Generalmente solo ocupaba su mente en chicos lindos, vestidos de novia, la película Titanic o Luis Miguel, en orden indistinto.
Pero había atravesado una de esas nubes y se preguntó qué miércoles hacían todas esas moscas ahí.
Dobló la esquina y se encontró con otro insecto pequeño y volador: un hada madrina.
-Te concedo tres deseos, dulce Moniquita.
-¿En serio? ¿Tres deseos? ¿Para mí?
-Tres deseos. Ni uno más.
Moniquita lo dijo rápido, como si ni lo hubiera pensado. La verdad es que lo había pensado toda la vida.
-Deseo la paz mundial… casarme de blanco… -Con el tercero dudó.- y convertirme en mosquita por un rato para ver qué hacen esos bichos a mitad de cuadra.
El hada madrina agitó la varita y la convirtió en el acto.
Moniquita dio unas vueltas en el aire, de pura alegría. Aún conservaba su solerita color cielo y su figura regordeta, aunque en el cuerpo de una mosquita.
-Gracias, hada madrina -dijo. Y salió volando hacia la nubecita.
A medida que avanzaba, el sonido de la multitud mosquitera iba creciendo. Cuando finalmente llegó, pudo ver con claridad a una mosquita macho -muy guapo- en el centro, enérgico, de ceño grave, con un puñito apretado blandiéndolo a la multitud que lo rodeaba.
-¿Vamos a quedarnos de alas cruzadas? -rugía- ¿Vamos a dejar que los humanos nos ignoren día a día, que sigan gobernando este planeta que siempre perteneció a nuestros antepasados?
-¡Nooo!! -respondían todos a un grito.
La multitud estaba enfervorizada. Moniquita le preguntó a un mosco más viejo, que revoloteaba a su lado.
-¿Quién es ese que habla tan bien? ¿Cómo se llama?
-Nosotros no tenemos nombre. Nos reconocemos por los olores y zumbidos.
-Está bien, si es por los olores, lo voy a llamar Carolina Herrera 212, que es el perfume de hombre que más me gusta.
-Llamalo como quieras, hermosa. Yo voy a impresionarte con mi danza de seducción y apareamiento.
El mosco viejo comenzó a moverse a un lado y otro, haciendo eses en forma desvergonzada, casi promiscua.
-¡Oiga! No sea asqueroso, ¿quiere?
-Vení, gordi, abrí las alas y entregate al amor.
Moniquita se sacó al moscardón de encima y se acercó a Carolina Herrera 212, que seguía arengando.
-…para levantarnos del oprobio del hombre, que nos seduce con sus basurales, sus bolsones de pobreza, cuyo objetivo es hacernos cómplices mansos en su maquinaria de dominación… -ella lo contempló extasiada, empezaba a sentir fascinación- …nos discriminan con mosquiteros y cortinas de cintas de plástico… nos reprimen con Raid… Y yo digo… es hora de levantarnos… es hora de…”
En ese momento Moniquita vio como un perro gigantesco y monstruoso se acercó olisqueando un árbol, se agachó sobre sus patas traseras y defecó sin el mínimo pudor.
La multitud explotó en una conmoción y agitación como jamás se hubo visto.
-¡Caca! ¡Caca! -gritaban las mosquitas encendidas y llenas de júbilo. “yúpiii”, decían otras, y todas se catapultaban excitadas hacia la deposición perruna.
Quedaron solos. Ella y Carolina Herrera 212.
-Siempre pasa lo mismo… -dijo él.
Observaron a la multitud que se agolpaba sobre la montañita marrón, en un aquelarre partuciento de popó de perro.
Ella lo vio suspirar resignado y algo triste, por encima de los otros, aunque sin pretenderlo. Y lo admiró. Su corazón se aceleraba nuevamente pero recordó que sería mosquita solo unos momentos más, y entonces el mismo corazón se le estrujó un poco y resopló frustrada.
Se arrepintió tanto tanto de no haber guardado, al menos, uno de sus tres deseos…

Marcelo Ciccone





►ANTES DEL ALBA

Si tan solo pudiera escuchar su voz antes del alba. No su tono. Ni sus palabras. Las palabras nunca dicen nada.
Solo su voz.
Y su risa nerviosa, casi de virgen con ansias.
Me dejo llevar con los ojos cerrados. La humedad helada adormece cada poro de mi piel. Me empapo de aire, de frio, de vértigo.
Si fuese bueno con las palabras, le diría… Si fuese bueno…
Si al menos, fuese.
Aunque sé que es en vano: ella olvidaría todo en el segundo parpadeo.
Seguiré hasta el final, embriagado de esa mente que me contiene y me adueña como un esclavo fiel. Pero soy solo un sueño y, como tal, me desvaneceré al alba.

Marcelo Ciccone





►VIDA SECRETA

Tenía que escribir un texto escondiendo palabras que tengan que ver con un aparato totalmente ajeno al cuento. ¿Podrán adivinar de qué máquina se trata?

—¡Soy una máquina asesina! ¡Un agente secreto entrenado para matar…! —Globito agitó brazos y piernas como un ninja. —¡Iá, iá, iá, iáaa…!
—Necesito su identificación, Globito. —Le decían Globito porque se agrandaba rápido y se pinchaba fácil.
—Mi nombre en clave es “Masacre Total Garmendia” —hurgó en su blazer enorme y remendado, al que le faltaban todos los botones, y sacó un cartón blanco. —Acá está mi tarjeta.
—“Globito… —leyó el otro. —Agente Secreto Internacional…” Está bien, ahora le creo. Haga la fila en la parada del móvil y siga las instrucciones.
Globito fue con su reposera, su salvavidas de plástico, su pantalla solar 120 y sus billetes de viaje y hotel, y se detuvo a la puerta del micro oxidado.
El otro subió, se sentó a lo que quedaba del volante y autorizó:
—Ya puede entrar, agente Globito…
—Me gustaría que me llame Masacre Total Garmendia…
—Ese es su nombre de trabajo. Usted está oficialmente de vacaciones. Su misión: divertirse. Su arma letal: la seducción... Aaah, ¿qué tal esa, Globito…?
—Me gusta. Pero el micro no se mueve.
—Es que está fuera de servicio. ¿No ve el cartel? Además, las gomas tienen las cámaras cuarteadas y al motor se lo robaron… Eso podría demorarnos, ahora que lo pienso…
Dos horas después, anochecía en el basural.
—Vámonos, Globito. Esto no se decide a arrancar…
—Otro año más sin vacaciones… La vida de agente secreto es muy dura…
—No me hable de vida dura, agente Globito, que por alguna razón yo no puedo hacer un solo viaje como para ganarme unos mangos…

Marcelo Ciccone.

RESPUESTA: un cajero automático





►PACTO CON EL DIABLO

Walter entró al ascensor sin saludar al chico ni a la chica, que ya estaban dentro, cuando sonó su celular.
—Arriba, al diez. —les dijo como si fueran ascensoristas y, sin esperar respuesta, atendió la llamada. Era su esposa.
—Mi amor...
—¿Está todo bien? Tuve un mal presentimiento... —Más allá del tono preocupado, el acento brasilero de su mujer lo seguía cautivando como el primer día.
—No, todo bien... Me llamaron de arriba, espero tener buenas noticias en un rato...
—Ese puesto va a ser tuyo, ya está escrito...
—¡Cuánta fe! ¿O empezaste a hacer de las tuyas?
—Llamame apenas sepas algo… ¡Ah!, y acordate que tenemos que ir a buscar la ecografía... Te paso a buscar a las…
—No vamos a poder. Hoy a la tarde velan a Abraham, y quiero que me acompañes.
—¿Que yo hable con Abraham te serviría para asegurarte el ascenso?
—¡Sería lo único que te falta! —Se buscó en el espejo del ascensor, para arreglarse un poco, pero los dos chicos lo tapaban por completo.
Walter se bajó en el diez. Cuando se cerró la puerta, el chico le dijo a la chica:
—Qué garca hijo de puta. Ni gracias, dijo.
—Shhh… ¿No sabés quién es ese...?
—Sí, un garca hijo de puta.
—Es el Gerente de Finanzas… —el chico tenía cara de no entender. —¿No escuchaste lo que se dice ahí…? Es el que hizo un pacto con el Diablo…
—¿Me estás boludeando? —sonrió.
—Vos sos nuevo, no lo conocés… Pero hay un montón de cosas raras con ese tipo... No se equivoca jamás, nunca pierde un negocio, pero nunca nunca... Es el tipo que ascendió más rápido en toda la historia de la empresa... Apareció de la nada hace cinco años y mirá dónde está ahora...
El chico sonreía pero ya con menos convicción.
—Es en serio.

La sangre brotó de su dedo y goteó sobre el piso de roble. Tenía un clip en su mano y sin preponérselo había ido cerrando más y más el puño hasta lastimarse. No le tenía miedo al Viejo. Al contrario, lo admiraba y lo tenía de ejemplo. Pero cada vez que su futuro dependía de él, se ponía nervioso.
—El velatorio de Abraham es a las 15.
—Una triste noticia, señor, yo...
—¡No jodas! La muerte de ese judío cagón fue lo mejor del año. Viejo pelotudo, desde que se le ramificó el cáncer no sé qué le pasó… perdió el espíritu...
El Viejo hizo una pausa.
—Al menos dejó su lugar a alguien más ambicioso, con mayor capacidad y con otra visión.
Walter trataba de permanecer inexpresivo, pero sabía que no engañaba al Viejo. Su carrera en la compañía había sido meteórica. Desde que había llegado no había hecho otra cosa más que trabajar, lamer culos, trabajar, pisar cabezas, trabajar, boicotear a sus colegas y trabajar aun más. Y sus méritos habían sido siempre recompensados. Se acaloró un poco ante la inminencia del ascenso.
—El tema es que para un solo puesto tengo dos gerentes estrellas: vos y el inútil de López.
Walter cerró sus ojos y suspiró. ¿Cómo no lo vio venir? Él y López venían escalando posiciones en la empresa, duro y parejo. Estaban en diferentes departamentos, casi sin intereses en conflicto. Pero ahora se encontraban. De los dos, Walter era por lejos el mejor, pero se decía —y él lo sabía— que El Viejo se cogía a la mujer de López.
—Ah, López...
—No pongas esa cara. —El Viejo sonrió. —Si ya lo tuviera decidido no te estaría diciendo esto. Lo voy a definir hoy o mañana. —sacó una carpeta de su escritorio. —Tomá. Abraham estaba tratando de resolver lo de La Caldera. No podemos perder más dinero en esa planta de mierda, fijate qué podés hacer.

Su secretaria entró al despacho. La había elegido por el culito parado y redondo que tenía pero había resultado ser muy competente. Aunque tenía conciencia.
—Chipi encontró la forma de no despedir a los 120 de La Caldera. —le dió un papel lleno de cuentas. —Sólo habría que aguantar pérdidas por seis meses, que no es nada...
—No tengo seis meses. —Walter hizo un bollito con el papel y se puso a juguetear con él— Si no le muestro al Viejo algún número ahora, lo sube a López... —arrojó el bollito al cesto. —Igual no digas que ya tomé la decisión de liquidarla... Pedile a Chipi que busque variantes... y que se enteren todos. No quiero que piensen que soy un hijo de puta.

Entró a la paz de su hogar sintiendo el acre olor a incienso y esos polvos viejos que conseguía su mujer.
La vio arrodillada en el living, frente a un improvisado altar, con el vestido blanco de algodón casi transparente, sudada, brillosa, con el vientre que comenzaba a redondearse y que le sumaba sensualidad a la ya sensual imagen.
Sabía que no podía interrumpirla. Ella lo vio sin cortar su recitado en portugués. Se sonrieron con ternura, expresando con sus ojos todo el amor que no podían decirse en ese momento.
Sin dejar de mirarlo, Belén cambió su expresión y alzó con sus manos una gallina viva y una navaja. Walter sabía lo que seguía, pero como no le gustaba, giró hacia la escalera y subió para bañarse.

En el auto, Walter se quejó de la última vez que había manejado su mujer.
—No me muevas más los espejos, Belén. No puedo ver bien para atrás ni para los costados, ni para ningún lado... ¡No puedo ver un carajo!
—¡Yo veo perfecto! —ironizó ella pasándose el labial rojo frente al espejito del tapasol. —Tu mamá va a pasar a buscar a Dami por el jardín. Lo tiene hasta que volvamos...
Damián era su hijo. Había coincidido ese embarazo con el primer ascenso Ahora Belén había vuelto a quedar hacía unos meses. Su primer hijo había venido con un pan bajo el brazo, como reza el dicho. Walter esperaba que el segundo también. Belén no lo dudaba.
—No me pediste fotos esta vez —Walter se refería al ritual de su mujer.
—López está en Facebook.
—¿Cyber umbanda...? ¡Esa está buena!
—No seas malo. Sabés que lo que hago es más una tradición que otra cosa... No vas a pensar ahora que los ascensos te los dieron por mí...
—En la oficina empiezan a decir que tengo un pacto con el Diablo.
—Hay distintas formas de pactar —Belén miró hacia afuera y se acarició la panza.
—Y distintos diablos, ya sé... —Se bajaron del auto frente al velatorio. —Con ese vestido todo manchado de sangre parecías una bruja... Cuando Damiancito crezca...
—¿No te parece que ya dejé suficientes cosas...?
Dios, cómo amaba a esa mujer. La había arrancado de su lugar, en Brasil. La había desarraigado por completo, y la había condenado a estar los primeros tiempos muy sola y lejos de su familia. Sin embargo, ella jamás se lo había reprochado, y mantenía su espíritu con una hidalguía admirable.
Se sintió culposo y la abrazó.
—Perdoná, mi amor... No quise decir…
—Lo mío es más para sentir que te ayudo que otra cosa... Pero es lo poco que me queda de allá...
Una señora los vio uno con el otro, apesadumbrados, y se acercó.
—Veo que eran cercanos a mi pobre Abraham... Pero hay que pensar que ahora está mejor... Está con Dios...
Le dieron el pésame a la viuda y se alejaron.
—¡Por fin llegó la parejita más hermosa de la fiesta! —los saludó El Viejo con desfachatez.
Walter se sintió incómodo, pero no iba a reprender a su jefe.
—Belén, estás despampanante. El embarazo realmente te hace lucir más sexy.
Walter se sintió incómodo, pero no iba a reprender a su jefe.
—Señor, ya tengo resuelto el tema de La Caldera.
—¿Qué hay con eso?
—Lo mejor es cerrarla y desmantelarla. Aunque hablé con el sindicato y podemos ganar tres meses sin pagar un centavo... Nos sacaríamos 120 personas casi sin costo.
—Walter, este no es el lugar ni el momento. Por amor de Dios, hay que tener un poco de respeto. Ese viejo pelotudo todavía está tibio en el cajón.
El Viejo se alejó a saludar a la viuda, mostrándose compungido.
—¿Estará tomado? —preguntó Walter.
—Le tiene bronca a los judíos, deberías saberlo...

Perdió de vista a Belén en una de las cien llamadas que salió a atender; la oficina era un infierno sin él. Buscó a su esposa en todas las salas. No estaba. La volvió a buscar. Tampoco. Le mandó un mensaje. Nada. La llamó. Apagado.
Revisó todas las salas de nuevo, pero esta vez descubrió, escondida bajo una escalera, una puerta camuflada por un espejo. Se vio reflejado de cuerpo entero y casi no se reconoció, de lo demacrado que estaba. “Cristo, esta empresa me está absorbiendo la vida…”. Había un diminuto picaporte que intentó abrir. Estaba cerrado.
Fue a revisar los baños y cuando regresó, El Viejo salía de la puerta espejada.
Hubo un momento de zozobra, mucho menos que un segundo. Pero El Viejo se recompuso enseguida y fue hacia él, eufórico.
—Respecto de lo que hablamos hoy... lo de la gerencia... Estuve pensando todo el día y llegué a una decisión... El ascenso es tuyo, Walter. Tenés la sangre necesaria para manejar la empresa. Con vos al frente solo nos espera mucha prosperidad y buenos momentos.
El Viejo le dio la mano, se acomodó mejor la camisa dentro del pantalón y se fue. Walter solo apretó “call”, sabiendo que esta vez el celular de su mujer se escucharía al otro lado de la puerta escondida por el espejo.
Belén apareció con el cabello más o menos arreglado y el rostro asustado y expectante. Quedaron uno frente al otro.
El silencio, esta vez, fue largo.
Belén miraba alternadamente al piso y a él, muy despacio, mordiéndose el labio inferior y jugando nerviosa con su anillo. Tomó aire para decir algo y él la calló con un ademán casi imperceptible.
Walter amagó medio paso hacia adelante y ella se arrojó a sus brazos, rasgándole sin querer el traje de siempre. Una lágrima saló el beso en la boca.
—Me ascendieron —le susurró.
Ella asintió con una sonrisa torpe y movimientos rápidos. Los ojos llorosos.
—Vámonos ya. Si nos apuramos, llegamos a retirar la ecografía...

Marcelo Ciccone.





►EL TRACTORCITO ROJO QUE SILBÓ Y BUFÓ

“El tractorcito rojo que silbó y bufó” no era una buena frase para levantarse una mina. Pero era la de él.
La línea en sí era una clave usada por Maxwell Smart en un episodio del Súper Agente 86, para reconocerse entre espías del mismo bando. Su teoría era que si una chica conocía la frase y se reía, ya estaba en el lazo. Decía que le garantizaba códigos en común, gustos similares, humor, inteligencia… Además, una mujer que disfrutara del Súper Agente 86 merecía estar a su lado.
Su técnica era sencilla. Se acercaba a una chica que le gustaba, pongamos en un boliche, con cara de misterio y cogoteando con sospecha a uno y otro lado, como un más que evidente agente secreto. Ahí tiraba su frase matadora, como si ella fuera el otro agente a contactar.
—El tractorcito rojo que silbó y bufó… —le murmuraba con suspicacia.
Pero las chicas lo miraban raro, se levantaban asustadas y se iban. Y eso en el mejor de los casos, porque la mayoría de las veces ni lograban escucharlo por la música de fondo, o pensaban que tenía una malformación en la lengua.
La frase no le funcionó entre 1985 y 2002, cuando una sensual morocha, con casi todos los dientes de adelante, respondió a su llamado de amor. Resultó que desconocía a Maxwell Smart y sólo había sido receptiva porque trabajaba en la cosecha de azafrán, donde casualmente había un tractorcito rojo. Encima, estaba tan borracha que se desmayó de un coma etílico mientras le hacía el amor, bajo el poster de Cacho Castaña.
Ese encuentro marcó un antes y un después en su estrategia para capturar féminas interesantes. Al sábado siguiente fue al baile con su mejor camisa, sus pantalones pinzados blancos y su perfume de Avon, el de hombre, y encaró a la primera chica que le gustó.
—¿De qué signo sos…?

Marcelo Ciccone.





►EL INCIDENTE

Estaba muerto y lo sabía. Pero algo había andado mal porque a diario se aparecían esos tipos raros, vestidos de gris, a hacerle las mismas preguntas estúpidas, una y otra vez.
Lo tenían desnudo en esa habitación, que era casi un cubo perfecto. Liso, cálido, con un catre, una mesa con tres sillas y un inodoro. Nada más.
Aquello era el Purgatorio, sin lugar a dudas.
La única puerta se deslizó y ellos aparecieron.
—Buenos días…
No tenía sentido responder. Ellos se sentaron. Él también, resignado a repetir la rutina.
—Su nombre, por favor.
—¿Otra vez? —bufó más aburrido que enojado. —¿Por qué no me dejan en paz?
—Su nombre, por favor…
Era inútil.
—Juan Bautista Cabral.
—Rango y regimiento.
—Soldado, Regimiento de Granaderos a Caballo.
—¿Cuáles eran sus órdenes, soldado Cabral?
—Resistir a las fuerzas españolas que merodean el Paraná y salvar la vida del coronel José de San Martín.
—¿Qué hizo el 3 de Febrero de 1813?
—Luché contra los españoles en San Lorenzo.
—¿Qué sucedió en medio de la batalla, soldado?
—Vi al coronel aplastado por su caballo y a un realista a punto de ensartarlo con una bayoneta. ¡Yo me interpuse para salvarle el pellejo!
—Sin embargo, usted está aquí, sano y salvo, hablando con nosotros…
—Yo estoy muerto. Esto es el Purgatorio, eso es lo que pasa….
Uno de los de gris sonrió condescendiente. Sacó un facón filoso y reluciente y lo apoyó sobre la mesa.
—Si es como dice, soldado, no le importará que hagamos una pequeña prueba.
—¿Qué va a hacer con eso? —se levantó de golpe.
—Si usted está muerto, no tiene por qué temer.
Cabral se sobresaltó. Más por la lógica implacable que lo comenzaba a confundir. ¿Y si no estaba en el Purgatorio?
—Cálmese. Esa es una prueba que podemos hacer en otro momento.
—¿Qué quieren de mí?
—¿Conoce la Marcha de San Lorenzo?
—¿La Marcha de…? No, ¿qué es eso?
—Una canción. Una canción que se enseña en los colegios…
—Pero…
—¿Podría escucharlo?
—¿De qué me está hablando?
El de gris que hablaba alzó una mano y de la nada comenzó a sonar una música entre alegre y trágica.
—Yo… la conozco…
—¿Puede acordarse cuándo y dónde la escuchó por última vez, soldado Cabral?
Los recuerdos le cayeron como en una catarata. Estaba en medio de la batalla, luchando contra los españoles. El griterío era ensordecedor. El ruido a metal chocando y los gritos solo eran tapados por algún cañonazo aislado. Y sin embargo, de fondo, muy atrás pero presente, inconfundible y ridícula, aquella canción que los animaba a matar y morir.
Matar y morir, sí… Matar como lo hacía él, pero morir… ¿Quizá morir como el “rengo” Castillo…? Con el “rengo” cenaban casi todas las noches en el campamento y desafinaban coplas juntos, si el vino era generoso. Ahora le estaban arrancando un brazo completo y un pedazo de pecho, mientras gritaba a su lado. Vio también al gordo Arévalo morir atravesado por dos bayonetas, como si fuera un chancho en el matadero. El gordo era su compinche cuando iba de putas al llegar a cada pueblo. Y al Camilito, que también caía. El chico de 11 años se ahogó en su propia sangre cuando le cortaron el cogote y él ni pudo abrazarlo para que al menos muriera como el gurí que era.
Y la marcha ahí atrás. Omnipresente, ahora se daba cuenta. La marcha comenzó a hablar de él cuando don José fue a parar abajo del caballo, a cinco pasos. Y cuando vino el realista. Bayoneta en mano. Directo al coronel. Directo a matarlo.
—¡Cabral! —había gritado don José, como si la responsabilidad de ese momento fuera suya.
Había tenido el impulso de meterse en el medio. De evitar la muerte de su superior a costas de su propia vida. Pero en cambio la imagen del Roque, del gordo Arévalo atravesado y del Camilito muerto, huérfano del mínimo gesto humano, lo inmovilizaron.
Y la bayoneta atravesó al coronel.
Y Cabral sintió un salto en su pecho. Un ahogo. Un vacío.
El coronel murió. La marcha dejó de oírse y los recuerdos terminaron allí.
En el cubo perfecto y aséptico, el soldado Cabral se echó a llorar.
—Es importante que lo haya recordado…
—Debí proteger al coronel… No sé por qué no lo hice… No sé por qué…
—Nosotros tampoco. Y es lo que debemos averiguar. Usted fue programado para salvar al coronel San Martín en la reproducción de la Batalla de San Lorenzo...
—¿Esto… esto es el Purgatorio…?
—Es peor que eso. Usted tuvo autodeterminación. No hay lógica que explique que un robot pueda tener semejante capacidad.
—¿Ro… bot…?
Los dos de gris se pusieron de pie, ante la inmovilidad ahora estúpida del soldado.
—Usted es una anomalía en el sistema, un accidente matemático... O un salto tecnológico, ¿quién sabe…?
—No entiendo, yo… Yo solo debía proteger…
—Deberemos desmantelarlo y establecer cómo llegó a ese impulso. Esto podría cambiarlo todo.
—Con su permiso —eran cordiales, eso sí.
Se marcharon y lo dejaron solo.

Marcelo Ciccone.





►EL BROMISTA

La invitación fue por demás explícita:
—¿Querés venir a enterrar la batata?
Casi escupo el palito de yuyo seco que mascaba para hacerme el grande.
Miré al Tortuga y a su amigo, sus expresiones inescrutables.
—¿Qué?
—Que si querés ir a enterrar la batata, abombao. Nos juntamos mañana temprano con otros vagos en lo de la Martita.
Yo era nuevo en el pueblo. Nuevo en el barrio. Nuevo en el grupo. Era el más chico, además, y estaba en la época en que, por momentos, era una hormona humana. Los momentos en los que estaba despierto.
El Tortuga y el otro cruzaron miradas rasgadas.
—Venite limpito y perfumado, porteño.
—¡Pero más vale! ¿Qué te pensás que soy, un gil? —dije fuerte, más para mí que para ellos.
Los chicos se fueron a comprar cigarrillos a lo de Tito, al otro lado de la ruta, donde sí les vendían.
—Tenga cuidado, porteñito.
La voz cascada de don Gervasio resonó detrás de mí. Sentado a la sombra de un árbol, en camiseta y tomando un amargo, parecía tener más años que el pueblo mismo.
—1975… —comenzó sin mediar preámbulo —el padre del Tortuga invitó a un amigo, ahí mismo, donde lo invitaron a usté… ¿Sabe a qué lo invitaron?
—No…
—A mojar el bizcocho…
—…?
—¿Y sabe qué pasó?
—¿Qué pasó?
—El pobre incauto fue pensando que se iba a iniciar… ya sabe… en cuestión de mujeres… Pero cuando llegó al lugar, lo recibieron con chocolatada y galletas de vainilla… Y con Pipo Pescador en la tele…
—Me está jodien…
—1950 —siguió implacable el viejo. —Esta vez el abuelo del Tortuga invitó a un amigo, también ahí donde lo invitaron a usté… ¿Sabe a qué lo invitaron?
—N—no…
—A pelar la chaucha. ¿Y sabe qué pasó?
—No quiero saberlo.
—El infeliz terminó hasta la medianoche trabajando a destajo en la cosecha de los Moreno.
Sentí un escalofrío a pesar del impiadoso sol del mediodía.
—1932…
—¡No! ¡Pare, Don Gervasio! Me va a decir que el bisabuelo del Tortuga, y el tatarabuelo del Tortuga…
—No. El bisabuelo nunca hizo nada. Pero el tatarabuelo… Ese sí que…
—Ya entendí, Don Gervasio —lo frené.
Me quedé rumiando bronca mientras el viejo tiraba la yerba usada al pasto.
—Hijo de puta… —pensé— ¿El Tortuga me quiere cagar? ¡Lo voy a cagar yo a él!
Al otro día a la mañana fui a la cita. Aplaudí fuerte en la puerta de la Martita pero, como nadie salió, decidí pasar. Entré con expresión de triunfo y el agite de la venganza en todo mi cuerpo.
La visión de la Martita con el Tortuga en la cama y los otros chicos sentados en la otra punta del único ambiente, como esperando en un consultorio, me tomó de sorpresa. Todos me miraron incrédulos.
Yo me había ido de paisano, con ropas de faena sucias, una pala, un balde, una batata colorada y una gran bolsa de estiércol fresco que había recogido más temprano.
—¿Qué hacés con todo eso, pelotudo? —me increpó el Tortuga.
La Martita se tapó la nariz y puso cara de asco.
—¡Ni te acerques! —me dijo, muy enojada. —¡Con esa mugre y ese olor a mierda no me tocás ni con una rama de caldén!
Confundido, vi al Tortuga esperando una explicación.
—Pero… Don Gervasio me dijo que en tu familia… Que todos…
—¿Don Gervasio? ¡Pero si don Gervasio es mi bisabuelo, güevón!
Entonces entendí. El bisabuelo del Tortuga era el único de la familia que no había gastado la broma tradicional. Hasta ese día.

Marcelo Ciccone





►DE CUALQUIER FORMA

Entró desesperada con su hermanito colgando en brazos, inconsciente y manchado de sangre.
—¡Un doctor! ¡Necesito un doctor! —gritaba, aunque sabía que nadie iba a entenderla.
Una enfermera gorda y desagradable entró por una puerta del costado. Iba con una jeringa en la mano, con aguja y todo, que guardó en uno de los bolsillos de su delantal.
Cojeando llegó hasta una camilla oxidada. Espantó a un gato viejo que dormitaba en la camilla y dio dos golpecitos, mirándola.
La adolescente dudó, pero su hermano estaba desangrándose. Fue hacia la camilla y lo depositó con cuidado.
—¡Le dieron un balazo! ¿Entiende lo que le digo?
La gorda la miró con aburrimiento y sacó un celular. Habló algo. Luego cortó y le habló a ella, pero era imposible entenderla.
—¿Qué pasa? ¿Viene un doctor o alguien?
La enfermera la ignoró. Giró hacia su hermanito y comenzó a palparlo con tres dedos por todo el cuerpo. Volvió a hablar por celular mientras se limpiaba la sangre sobre el delantal.
Fue ahí que reparó en la suciedad de las paredes: humedad, moho, hongos. Había también salpicaduras de sangre ya negra y, cerca de una de las puertas, huellas de otra vez de sangre pero todavía roja, marcadas por dedos humanos que habían tratado de aferrarse al marco.
—¿No tiene que registrarlo en algún lado? ¿No tengo que llenar ningún formulario?
Aparecieron dos camilleros altos que podían ser de cualquier clínica privada del mundo a no ser por las deformidades que lucían en sus rostros. Un globo de carne viva, uno, que le tomaba toda la mejilla y parte de la boca y un ojo; y una mandíbula enorme el otro, quien además tenía la cabeza surcada de costuras mal disimuladas.
Los dos tipos tomaron la camilla y comenzaron a moverla.
—¡Un momento, un momento! ¿A dónde van? —dijo la chica agarrando la camilla.
Los dos muchachos miraron a la enfermera y dijeron algo, y ésta resopló fastidiada. Apareció por suerte un tipo más viejo, mejor vestido y entrecano, con una bata de doctor y aire de profesional.
—Buenos días, muchacha —dijo, aunque era de noche. —Usted habla español. Yo hablo poco español…
—Nos asaltaron en Rukkiel, le dispararon a mi hermano y un taxista nos trajo hasta acá… ¡Tiene que hacer algo!
—Usted calmarse. No entiendo a usted mucho… Muchacho estará bien… ¿Tiene passport? Necesito passport…
El tono manso del médico comenzaba a calmarla, pero cuando le apoyó una mano en el hombro fue inevitable ver las manchas y el muñón deforme que le entrelazaba tres o cuatro dedos como anguilas muertas y pegadas entre sí.
Habría sido en ese momento de confusión que se llevaron a su hermanito. El médico también desapareció con su pasaporte y de pronto ella quedó sola, huérfana. El estómago hecho un nudo de impotencia. Extrañó a su madre, al otro lado del mundo. Pero no había roaming para ese país.
Uno de los tubos de neón titilaba constantemente y ella miró por primera vez alrededor. La sala era amplia y comandada por un mostrador de mármol en el centro, con un par de teléfonos de baquelita negra y unos intercomunicadores viejísimos. La suciedad cubría todo, no solo el mostrador. El piso estaba renegrido y tapado en algunos lugares con hojas de diario ya amarillas. Fue a usar los teléfonos para llamar a su padre, al hotel, pero no tenían tono.
Una vaga somnolencia la invadió. Se sentó en un banco y apoyó la cabeza contra la pared. Tan adormilada estaba que no advirtió que una de las manchas oscuras del muro que tenía detrás comenzó a moverse, perezosa, hacia ella. Cuando llegó a la altura de su cuello, unos filamentos oscuros se estiraron hacia ella. Sintió una pequeña molestia y se cacheteó instintivamente. Le quedó una sustancia viscosa entre sus dedos. Revisó su cuello y encontró una especie de sanguijuela delgada y de patas movedizas. Miró la mancha en la pared. No era humedad. Eran cientos de pequeños cuerpos que se movían lánguidamente.
Retrocedió horrorizada y salió corriendo a la puerta por donde se llevaron a su hermanito. La recibió un pasillo en semi penumbras, con olor a formol y estaño quemado.
Avanzó desesperada. El corredor terminaba en un ascensor con puertas de reja. Entró y apretó uno de los dos botones. El aparato se movía increíblemente lento. Ya antes de llegar abajo pudo escuchar una discusión de los camilleros y la enfermera.
Pero fue el doctor quien la recibió. Le trabó la puerta para que no la abriera.
—Muchacho muerto. Lo siento, muchacho muerto —repetía, tratando de impedirle la visión de la salita. Pero vio a su hermano en una camilla a la que también confluían unos cables y aparatos mecánicos y abrió la reja con violencia.
Tomó al doctor del cuello.
—¿Qué le hicieron a mi hermano? ¿Qué le hicieron, hijos de puta?
—Él, muerto. Él, muerto. Lo siento…
Pero una pierna de su hermano se movía.
No vio a los camilleros detrás. Mucho menos, el objeto pesado con el que le pegaron en la nuca.

Ya hacía tiempo que no le picaba el cuello, y de a poco iba entendiendo el idioma de sus compañeros. Según la radio, sus padres seguían buscándolos como el primer día, pero nuevos horrores y frivolidades habían ido desplazándolos de las noticias. Su hermanito, claro, lloraba todos los días. Ella, solo cuando podía ocultarlo. Extrañaba a su padre y a su madre y a sus amigas, pero al menos su hermanito estaba con ella y lo podía ver todos los días.
Habían decidido no mirarse en ningún espejo.

Marcelo Ciccone.





►CONFERENCIA DE PRENSA IMPROVISADA EN PARQUE RIVADAVIA

—¿Es verdad que usted es Dios?
—¿Otra vez con eso? (Suspira con fastidio.) Ya está certificado y recontra demostrado que soy Dios. Durante casi un año me hicieron todo tipo de tests, pruebas y análisis. De ADN, de sangre, de orina... Hice un montón de milagros, separé las aguas, multipliqué los panes... Todo homologado por sus notables y por TN Noticias. ¡Hasta vino un proctólogo a hacerme no sé qué estudio de la próstata pero lo mandé al diablo! Meterle un dedo en el culo a Dios tiene que ser un pecado, ¿no? ¡Hagan preguntas como los periodistas que son! No me van a tener enfrente nuevamente hasta dentro de muuuchos muchos años...
Bueno, vos no… vos dentro de poco... Vos… Sí, vos, el coloradito...
—¿Los mitos y creencias populares sobre la religión son verdad?
—Todas esas estupideces que ven en las películas de Disney o que leen en la Biblia sobre el Bien y el Mal... Bueno, lamento informarles que son reales. Es una lucha infinita y hasta divertida. Bueno, para ustedes no, porque caen como moscas, pero créanme que es divertido.
—Esta semana ha respondido todo tipo de cuestiones terrenales. Habló sobre el hambre, la ecología, el aborto; habló hasta de fútbol...
—Ya les dije que lo de Racing es un tema complicado...
—No, mi pregunta era, más allá de todas esas cuestiones... ¿qué está haciendo usted aquí, en la Tierra? ¿Cuál es su misión, específicamente?
—Tengo que definir un temita con el Diablo.
—Entonces... ¿el Diablo... también existe...?
—¡Por supuesto! Y es bien maloso. Pero no deja de ser un halago para mí. Ya saben: uno puede medirse por la talla de sus enemigos.
—¿Cómo es el Diablo? ¿Es un humano, así fachero como usted?
—El Demonio toma múltiples formas. Puede ser un violador, sí, pero también un sacerdote... o un niño angelical. Hasta podría ser Nacha Guevara.
—O sea que el Diablo...
—Bueno, basta del Diablo. Si tanto quieren saber de él, pregúntenle directamente. Es aquel que está sentado en la mesita de ajedrez, bajo el árbol.
—Pero... ¿Ese no es Ricardo Arjona?
—¿A ver...? Jaja, ¡sí! ¡Qué guacho! Siempre hace eso de usar el cuerpo de alguien conocido. ¡Qué plato! Es un jodón, el Diablo... (Se pone arrepentidamente serio): Pero es malo, ¿eh?
—Dios, si me lo permite, usted parece un poco disperso...
—¡¿Ah, sí?!!! ¡Ahora te fulmino, hijo de puta, vas a ver!
—¡No, Dios! ¡Pare!
(Varios periodistas agarran a Dios y tratan de que no levante la mano para apuntarle al colega, que escapa. Al final, logran calmarlo.)
—Bueno, me voy, que me está esperando el Diablo.
—¿Se puede saber de qué van a conversar?
—De ustedes. Del futuro de la Humanidad. Él quiere eliminar la vida en la Tierra de una buena vez y llevarse todas las almas al Infierno. Nada de Purgatorio. Dice que ustedes son violentos, egoístas, autodestructivos, vanidosos... Yo quiero darles otra oportunidad. Es cierto lo que dice el Diablo. Pero también son solidarios, ingeniosos, valientes, amorosos... Además está el Diego. Yo al gordo, cuando muera, lo quiero en mi equipo...
—...
—No se preocupen, voy a defender a la Humanidad lo mejor que pueda. Voy a jugar mis mejores cartas por ustedes. Seré locuaz, enérgico, agresivo. Mentiré, si es necesario.
Lo vieron irse, sentarse frente al Diablo y cruzando miradas sin saludarse.
Hubo unos movimientos rápidos sobre la mesa y el grupo de periodistas pudo oír, claramente:
—¡Truco!
—El envido está primero...

Marcelo Ciccone.





►MAS ABAJO

Del aljibe brotó ese gemido sordo y gutural, pegajoso como la niebla nocturna que lo rodeaba.
Se acercó un poco. Primero con decisión. Luego con algo de cautela y finalmente con un miedo que le helaba la sangre y le estrujaba las tripas. No sabía a ciencia cierta si su hija estaba allí, pero la sola posibilidad lo hacía avanzar.
Un chasquido metálico lo sobresaltó.
—Comisario Bellucci, tenemos algo sobre la niña desaparecida…
Apagó la radio con fastidio. Últimamente no podía prescindir de fisgonear en la frecuencia de la policía.
Llegó a la boca del aljibe. El gemido había desaparecido y ahora se escuchaban, claros, los dejos de un sollozo de niña.
—¡Lucía! —gritó desesperado.
El eco de su propia voz se perdió en la noche, sin respuesta.
Un ruido a sus espaldas lo paralizó. Había alguien detrás suyo y giró rápido para sorprenderlo.
Nada. Solo el sonido de un búho escondido y el ulular lánguido de algún patrullero a miles de kilómetros.
Suspiró aliviado y volvió hacia el aljibe.
Y la vio.
Sentada en el borde, con las piernas hacia adentro, su vestido celeste y su cabello largo y rubio. Y sucio.
“Hola, papá”
¿Era Lucía? El rostro cadavérico le desdibujaba las facciones que se adivinaban hermosas. Y la piel… tan blanca que hería.
La niña sonrió. Pero no había inocencia en esos ojos.
—Lucía, hija mía. Gracias a Dios… ¿Cómo…? ¿Cómo subiste…?
La niña miró hacia las profundidades del aljibe.
—¿Lucía? Yo no soy Lucía…
—Lucía, por el amor de Dios… Soy papá…
Esta vez la sonrisa de la niña fue decididamente maldita. El aire explotó en una brisa corta que no logró despeinarla. Algunos cabellos se le pegaron a la cara brillosa y encerada, cruzada de estrías violetas.
—¡Quieto! ¡Poné las manos donde pueda verlas!
—¿Qué? ¿Qué es esto? -acarició la radio apagada en su cintura y se maldijo por el descuido.
—¡Quieto! -le repitieron. —¡Soltá eso o te mato! ¡Soltá, carajo!
Levantó las manos incrédulo y buscó a su hija en el borde del aljibe. No estaba.
—¡Lucía! -gritó. Y fue hacia allí.
Dos policías ya estaban con él. Lo tumbaron y lo esposaron. Y le pegaron, de paso.
—¡Mi hija! ¡Se cayó al pozo! ¡Tienen que ayudarla!
—¡Callate, hijo de puta!
Cuando lo llevaron al patrullero vio todo un mundo que no había advertido. Un océano de autos, luces, policías y camionetas de la TV.
Y, sobre el capot de uno de los patrulleros, otra vez la niña.
—¿Lucía? —volvió a preguntar.
—Ya te dije que no soy tu hija. Si vos no tenés.
—Pero antes me dijiste papá.
Los de uniforme que llevaban esposado al hombre se miraron sin entender. ¿A quién le hablaba?
—Soy tu primera vez, tonto. Me ofendo si no te acordás, ¿eh? Me enterraste en un descampado en El Palomar.
—No… ¡No puede ser…!
—Con el tiempo te pusiste perezoso y terminaste usando ese pozo para tirar los cuerpos.
Sentado atrás, en el patrullero, vio cómo montaban un reflector sobre el aljibe para iluminar adentro.
—No puede ser, no puede ser, no puede ser… —predicó para sí.
Y antes que arrancara el auto escuchó claramente, más claramente que lo que escuchaba a sus propios pensamientos:
—Llévense a ese hijo de puta y cágenlo bien a palos… Hay por lo menos tres cuerpos de nenas ahí abajo…

Marcelo Ciccone





►INSTRUCCIONES

Para realizar la actividad que se detalla a continuación es recomendable, aunque no estrictamente necesario, activar uno, varios, o todos los mecanismos de estimulación para que la acción referida sea mejor y más plena, y asimismo para un mayor desahogo final y relajación posterior.
Es también recomendable un lenguaje común entre el emisor y el receptor, y una cercanía razonable para que la acción arribe al destinatario.
De todos modos, usted podrá realizar dicha acción en condiciones de imposibilidad de recepción, incluso a distancias de miles de kilómetros y, más aun, hasta en distintos planos temporales. Sin embargo, la satisfacción al usar estas variantes se verán notoriamente devaluadas.
Para llegar a buen puerto usted deberá llenarse por dentro de oxígeno en gas. Cuenta para ello con dos depósitos internos diseñados para tal propósito. De no contar con los mismos, comuníquese de inmediato con su médico habitual.
(NOTA: es importante que el oxígeno a utilizar se encuentre en estado gaseoso y no líquido, ya que de lo contrario logrará una comunicación, pero con el Creador)
Una vez colmada la capacidad de almacenaje del gas oxígeno, contará con una pequeña fracción de segundo para crear, ordenar y argumentar el mensaje a emitir.
No es importante aquí la creatividad ni la argumentación; en cambio es fundamental el orden elegido para la manifestación posterior.
Es conveniente pero no necesario, especialmente en ámbitos abiertos, utilizar un amplificador de señal sonora autogestado.

APÉNDICE INSTRUCTIVO PARA CREAR UN AMPLIFICADOR DE SEÑAL SONORA:
Lleve sus dos manos a la cara, de modo que cada una se ubique a un lado de su boca, en los extremos izquierdo y derecho, siguiendo la horizontal de los labios. Ahueque las manos manteniendo los dedos juntos, de modo que boca y nariz queden en el interior en la concavidad ahora creada.
Abra el extremo más alejado del dispositivo manual hasta conseguir que las manos queden a unos 30º de apertura (la derecha), y nos -30º de apertura (la izquierda).

Una vez armado el amplificador de señal, llenado los almacenes de gas oxígeno y ordenado el mensaje, usted deberá expulsar el aire en forma rápida y violenta, emitiendo el manifiesto a través de las cuerdas vocales.
No hay una única forma de expeler el aire, y el éxito o fracaso de la acción dependerá de la precaución y habilidad de calcular con exactitud la siguiente variable: Duración del mensaje.
Un mal cálculo puede ocasionar la mutilación del mensaje, ahogo en el emisor y hasta hipo.
En el caso de que el mensaje sea más breve de lo previsto y la cantidad de oxígeno supere el cálculo inicial, no se presentarán contraindicaciones para el emisor, puesto que usted podrá repetir la primera parte del mensaje o agregar, a continuación del primero, alguna versión que hubiere descartado en la etapa de creación del mismo.
Ilustramos el caso con un simpático ejemplo:
Castrilli, la reconcha de tu madre. (Mensaje original)
Castrilli, la reconcha de tu madre, Castrilli. (Con repetición de la primera parte).
Castrilli, la reconcha de tu madre y la puta que te parió. (Con agregado de la segunda frase, descartada en la primera etapa.)

(Extractado del “Manual Para Putear en la Cancha”, Editorial Siga-Siga, Derechos Reservados.)





►LA SANGRE EN LA LLUVIA

Se me lava la sangre de las manos. Y no es que lo quiera. Preferiría tener la prueba de mi pequeño acto heroico para mostrarle a ella, como una escarapela de valor. O de imbecilidad.
Pero la lluvia es impiadosa, y mi propia transpiración tampoco ayuda.
Las últimas gotas, apenas rosadas, casi transparentes, se escurren entre mis dedos justo cuando llega ella.
Ruego para que mis esfuerzos de autocontrol no sean demasiado evidentes. Había hecho aquello innumerables veces, pero siempre en ensayos mentales y planificaciones infinitas. Todo un catálogo de cobardías.
Hasta ese momento. Hasta lo de la sangre.
Ella se detiene a mi lado. La lluvia no la toca. Me mira las manos temblorosas y suspira con displicencia.
La maldigo por estar tan tranquila y me maldigo por estar tan nervioso.
—No vas a servir para esto —dice.
Y esquiva el charco de sangre para desaparecer bajo el aguacero.
Quedo allí, solo. Con mis manos todavía sudadas. Con mis manos vacías.

Marcelo Ciccone





►INSIDIOSINCRACIA

—Oficial, vengarchacá!
—Diga, temiente.
—Armani este ashurto con la maximiliana ceborreidad. Que llegarcamos y no encontrapos nada, que los narcogratificantes tenían un soplo... ¿me entretiene, no?
—¡Por su puerco, señor! Hay que planturizar probetas falsalaces. ¡Pan conmigo!
—¡Excedente! Quiero no menos de dos testículos, sinsígase dos peregiles de la cállese y hagárqueles firmar una declaración armarañada.
—Ya mixto, señor.
—Y usted, sarcuento, cague trola la cocaorina en el partullero, la vamos a descamisar para nosotros, je. La acerramos guita en mierda hora. A esta merca la Boloco en la villa con el paraguacho y a la mangaña ya no queda ni rostros.
—Se las llave trolas, temiente.

snif





►LE JURO QUE NO SABÍA, DON EMILIO

Entró en el horizonte arrastrando el cadáver desnudo sobre un camastro hecho de trapos, arando el camino de tierra con huella infinita.
—Ya llegamos, Luciano… Ya llegamos…
Don Emilio caminó las dos calles de casuchas desvencijadas hasta llegar a la última. Se detuvo frente a ella. Se quitó por un segundo su sombrero de domingo y se secó la transpiración.
—¡Justino! –gritó lleno de impotencia. Unos perros siempre lejanos comenzaron a ladrar.
La luna enorme, gorda, despintada de nubones plateados no terminaba de iluminarlo y le regalaba una sombra bien mezquina.
Justino salió, pero con algo de recelo.
—Don Emilio… ¿Qué pasa?
—¿Por qué, Justino? ¿Por qué a mi hijo…?
Todos conocían al Justino. Había llegado de Rosario hacía diez años y era ducho con las armas. Demasiado ducho. Nunca nadie le había preguntado nada. Y él, como una compensación, velaba tácitamente por cualquiera del pueblo. Aunque allí poco pasaba.
El Justino miró a los pies de Don Emilio. El cuerpo descansaba para siempre sobre el traperío, como vino al mundo pero con dos evidentes balazos en un costado.
—¡Padrecito! –exclamó con auténtica sorpresa. —¡Es el Luciano!
—No se me haga el desentendido, Justino. Sólo quiero saber por qué.
—Le juro que yo no fui, Don Emilio…
—Era un buen chico, mi hijo…
Justino observó el cuerpo con ojo experto.
—Lo mataron desnudo… y de dos tiros… Con todo respeto, don Emilio, esto parece un ajuste de cuentas de los Guzmán…
La luna amagó asomarse, hermosa pero inocente. Los perros, quizá envalentonados, comenzaron a ladrar furiosos, frenéticos, enloquecidos. La luna, entonces, se quedó quieta y volvió a refugiarse tras las nubes. Pero el rostro de don Emilio igual se transformó.
—¿Me está diciendo que mi Luciano andaba en alguna mierda con los Guzmán…?
—No –se apuró el Justino, advirtiendo la ofensa que había lanzado.
Pero era tarde. Don Emilio sacó de entre los trapos que arropaban a su hijo una escopeta de dos caños y le apuntó. Le temblaban las manos. Le temblaba el cuerpo. El alma misma era un volcán a punto de entrar en erupción.
—Era mi hijo, Justino… Mi único hijo…
—¡No, don Emilio!
¡Blam! El primer escopetazo retumbó en el caserío como un trueno. Los pájaros volaron histéricos. Los perros callaron.
—¡Yo no lo maté, don Emilio! —Justino corría desesperado buscando refugio mientras una segunda perdigonada le desangraba el hombro y el antebrazo. —¡Le juro que yo no lo maté!
Hubo un instante de desconcierto. Don Emilio buscó torpemente los cartuchos para recargar y el Justino no lo dudó. Avanzó y le quitó el arma de un golpe.
—¡Le digo que yo no lo maté, carajo! Casi que ni toqué los fierros en estos días… Lo único que maté ayer fue un jueputa lobo que andaba masacrando el ganado de…
Se le detuvo el corazón.
—Lo sé, Justino… —claudicó don Emilio, al borde de las lágrimas. –Lo sé…
La luna salió entonces de entre las nubes como una hiena burlona. No era ya tan bella. No era ya tan inocente.
Ante los ojos desorbitados del Justino, don Emilio se desgarró en un grito que estremeció la noche. Huesos que no podía tener, los tenía. Colmillos que no eran de un humano, los tenía. Piel, pelos, pezuñas… Todo...
Lo que había sido don Emilio se irguió en dos de sus patas y hociqueó el aire, gruñendo. Buscó el cuerpo desnudo a sus pies y lo olió unos instantes.
Y aullando a la luna, a la maldita luna, lloró todo su dolor de hombre y bestia… y padre.
—Don Emilio, yo… —el Justino se sentó en el piso, abrumado por el desconsuelo. —Le juro que no sabía… Le juro que no sabía, Don Emilio…

Marcelo Ciccone


2 comentarios:

gonzzCABJ dijo...

Che, Marce.. ¡Buenas historias! Tienen un estilo único xD

Marce dijo...

Gracias, capo!!! =D

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